Batalla de Pavía

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Los Tercios: El Tercio de Lombardía

 


El tercio de Lombardía es, sin duda alguna, una de las mejores unidades y con más prestigio de la historia militar de las armas españolas, considerado como uno de los tercios primigenios, también conocidos como viejos, y que se constituyeron como el orgullo del ejército hispánico. Una unidad que dominó los campos de batalla de Europa durante casi todo el siglo XVI y buena parte del XVII y, que desde entonces, y en distintas formas, ha estado viva hasta nuestros días.

Los orígenes del tercio de Lombardía se remontan a 1532, cuando una unidad de infantería española es enviada a Koroni, en el Peloponeso, Grecia, de la mano de Gerónimo de Mendoza. El historiador Fernando Mogaburo, apunta que esta unidad se crea tras la disolución del tercio que mandaba el maestre Álvaro de Grado cuando iba a ser enviado a Hungría. Lo cierto es que el tercio pasaría a ser denominado "de Lombardía" en 1534, al establecerse allí a la vuelta de Grecia. Gerónimo de Mendoza mandaría el tercio hasta su muerte en Casale, en noviembre de 1536, pasando a hacerse cargo del mismo uno de sus capitanes, Sebastián de San Miguel, quien ostentaría el mando hasta la disolución de la unidad en Vigevano, en 1538, por los fraudes detectados en las muestras por el marqués del Vasto, que había ocupado en febrero de ese año el cargo de gobernador del Estado de Milán. 

Antes de su disolución disciplinaria, el 6 de septiembre de 1536, se tomó muestra al tercio y este contaba con 1.320 hombres distribuidos en 6 banderas; la compañía del propio Gerónimo de Mendoza, con un total de 276 soldados; la de Juan de Vargas, que tenía 231, y quien luego se haría cargo del tercio de Málaga, conocido también como el de Niza, tras la muerte del maestre Garcilaso de la Vega; la compañía de Hurtado de Mendoza, que tenía en ese momento 215 hombres, la de Fernando de Figueroa, con 206 soldados, la del capitán Toribio de Santillana con 205 soldados en total y, por último, la compañía menos numerosa, con 187 soldados, era la de Pedro de Acuña. 

Asedio de Tournai

 


El 30 de noviembre de 1581, festividad de San Andrés, las tropas hispánicas de Alejandro Farnesio entraban triunfantes en la ciudad de Tournai, tras un asedio que había durado casi dos meses y que había concluido con la entrega de la plaza para evitar el asalto y posterior saqueo de la misma.

El gobernador de la Países Bajos, Alejandro Farnesio, tras lograr firmar la Unión de Arras con las provincias católicas del sur, se había empeñado en una campaña de recuperación de todas las plazas que habían caído en manos de los rebeldes, poniendo así fin a las matanzas y persecuciones que sufrían los católicos desde que, en 1577, se hicieran con buena parte del territorio de los Países Bajos. De esta manera, y tras la exitosa toma de Amberes en junio de 1579, siguió con su campaña. Los siguientes meses supusieron la expansión de las tropas católicas de la mano del futuro duque de Parma, por lo que Guillermo de Orange, alarmado por el cariz que tomaban los acontecimientos, maniobró políticamente para tratar de atraer a Francia a su lado en la Guerra de los Ochenta Años, rompiendo definitivamente su compromiso con el archiduque Matías de Austria, a quien había utilizado en sus ambiciones políticas. 

Guillermo, pues,  había entablado conversaciones con Francisco, duque de Alençon y de Anjou, para que éste ocupara el trono de las Provincias Unidas. Las negociaciones fructificaron y el 29 de septiembre de 1580 se firmaba el tratado de Plessis les Tours. Guillermo pretendía de esta forma forzar a España a reconocer la independencia de estos territorios que ahora tendrían un nuevo rey, si no quería verse abocado a una guerra con Francia. Las intenciones de Guillermo eran claras: el nuevo rey debía ser un títere en manos de los Estados Generales, por los que las limitaciones al poder real recogidas en el tratado levantaron las suspicacias del duque francés. No podía nombrar sucesor, las decisiones debían ser tomadas en conjunto con el Consejo de los Estados Generales, y tampoco comandaría el ejército, cargo que se reservaba Guillermo. 

La Jornada de Túnez

 


El 21 de julio de 1535 las fuerzas imperiales del César Carlos V entraban en la plaza de Túnez, que había sido tomada por el corsario Barbarroja un año antes tras deponer a Muley Hassan, vasallo de España, acabando momentáneamente con la amenaza corsaria en la zona. 

Durante el verano de 1534 los corsarios otomanos suponían un grave peligro en el Mediterráneo Occidental, destacando entre todos ellos, Jeireddin Barbarroja, quien consiguió aglutinar bajo su mando una potente fuerza berberisca y la puso al servicio del sultán Solimán I, llamado El Magnífico. La situación empeoró ostensiblemente tras la captura de Túnez por parte de Barabarroja, en agosto de 1534; los ataques de los corsarios otomanos se incrementaron de tal forma, que muchos pueblos costeros de España e Italia tuvieron que ser abandonados ante la imposibilidad de protección, mientras otros gastaban ingentes cantidades en mejorar sus defensas ante un eventual ataque. 

La situación era tan crítica, que el rey Carlos I de España hubo de convocar a su Consejo de Guerra para decidir cómo solventarla. Para ello solicitó la ayuda de otras naciones que estaban viendo sus intereses amenazados por la actividad corsaria otomana. De este modo se le unieron Portugal, la República de Génova, los Estados Pontificios y la Orden de Malta. Venecia, que también había visto atacadas algunas de sus poblaciones, decidió no intervenir puesto que aún estaba vigente un pacto de no agresión firmado con el Imperio Otomano décadas antes. De este modo, durante el invierno de 1534-1535, se desarrolló una febril actividad en los puertos de Barcelona, Génova, Lisboa o Amberes, Todos los preparativos estaban encaminados a poner en circulación una gran armada que llevase al poderoso ejército que el rey español iba a llevar consigo para recuperar Túnez.

Guerreros: El Gran Duque de Alba (Parte II)

 


Mientras la influencia de Ruy Gómez crecía sobre la figura de Felipe, el recelo de éste hacia el duque de Alba iba en aumento. De esta forma, y aprovechando el intento de invasión francesa de los Países Bajos, a finales de 1554, rechazado finalmente por las tropas de Carlos y la entrada de una nueva fuerza en el Piamonte, bajo el mando de Charles de Cossé, conde de Brissac, Felipe convenció a su padre para que mandase al duque a poner en orden los asuntos en Italia. 

Allí fue el duque a comienzos de 1555, teniendo que hacer frente no solo a los franceses, sus enemigos externos, sino a las maquinaciones de sus enemigos en la Corte, especialmente el vil Ruy, quien hizo todo lo posible para privarle de fondos y hombres para su campaña en Italia. Y es que ya antes de la partida del duque, a los soldados acantonados en el Estado de Milán se les debía, en concepto de pagas atrasadas, se les debía la desorbitante cantidad de 600.000 ducados. No solo no se le fueron entregadas estas cantidades, sino que apenas se le asignaron 200.000 ducados a última hora, pues uno de sus más fieles partidarios, Francisco de Eraso, se había pasado al bando de Ruy e intentó todo lo que estuvo en su mano para que no le llegasen esos dineros. 

Mientras el duque se reunía en Augsburgo con el rey Fernando, las intrigas continuaban en la Corte, negándole incluso su propio sueldo de 12.000 ducados. Llegado a Innsbruck envió una carta a Felipe advirtiendo de que no tomaría posesión de sus cargos en Italia a menos de que se le abonaran las cantidades prometidas. En vistas de la situación, Alba trató de conseguir dinero de todas las formas posibles, tanto en Italia, a través de Bernardino de Mendoza, como en sus posesiones en España, desarrollando una gran actividad agrícola en sus tierras. 

La Pacificación de Gante y el Edicto Perpetuo

 


El 8 de noviembre de 1576 se firmaba el acuerdo conocido como la Pacificación de Gante, un acuerdo alcanzado por todas las provincias de los Países Bajos, tanto las rebeldes como las leales a la Corona, por el cual se determinaban las condiciones en las que se firmaría una paz con la Monarquía Española, para poner fin de esta manera a la guerra que había comenzado en 1568.

La invasión rebelde de 1572, tras la toma por parte de los Mendigos del Mar de las villas de Brielle, Flesinga o Dordrecht, había hecho crecer como la pólvora la rebelión en los Países Bajos. Guillermo de Orange y su hermano vieron la oportunidad de lograr lo que no habían podido en 1568. Tres fueron los ejércitos rebeldes que penetraron en los Países Bajos; por el norte avanzó Guillermo de Berg, el príncipe de Orange lo hizo por el centro, mientras que Luis de Nassau junto al almirante Coligny avanzó por el sur desde Francia. El Gran Duque de Alba tuvo que redoblar sus esfuerzos para contener el desastre, sin los fondos necesarios y con la sombra del duque de Medinaceli, Juan de la Cerda, que había llegado en teoría para sustituirle.

Pero Medinaceli, conocido por su carácter apacible y comedido, no se entendió desde el primer momento ni con Alba ni con las tropas españolas, que le consideraban débil e incapaz de hacer frente a una situación como la que se venía encima, así que, hastiado, regresó a España. Esta vez Felipe II encontró en el gobernador de Milán, Luis de Requesens, la figura que debía apaciguar mediante la diplomacia el indómito escenario de los Países Bajos. Como mentor de Juan de Austria, estuvo en la Guerra de las Alpujarras o en la Batalla de Lepanto a su lado, lo que le dotaba de buenos conocimientos militares, pero sus años de embajador ante la Santa Sede también le habían conferido un talento diplomático bastante grande.

Los Tercios: El Tercio de Cerdeña



Los orígenes del Tercio de Cerdeña son bastante confusos, pudiendo utilizarse al principio el nombre de Tercio de Córcega o de Bracamonte, debido a que sabemos que fue Córcega su primer destino, bajo poder de la República de Génova, aliada de España, donde se estaban produciendo una serie de revueltas pagadas con dinero de Francia, que había tenido que renunciar a sus pretensiones sobre la isla tras los acuerdos de Cateau-Cambresis, en 1559. 

El líder de estas revueltas era un tal Sampietro Corso que, como se ha dicho, con la ayuda francesa había logrado levantar un pequeño ejército que amenazaba el control genovés sobre la isla. En sus pretensiones de poder, no había dudado en contactar con el Turco prometiéndole puertos en el territorio desde donde amenazar las posesiones españoles a cambio de una flota de galeras, pero las negociaciones fracasaron. Sin embargo, desconociendo el alcance de las intenciones de Corso, los españoles se tomaron muy en serio la amenaza que representaba, por lo que Felipe II se decidió a levantar una fuerza en Italia y enviarla a Córcega. 

Las revueltas de 1564 en Córcega suponían una clara amenaza al equilibrio de poderes por lo que, tras finalizar la recuperación del Peñón de Vélez de la Gomera el 6 de septiembre de 1564 por García Álvarez de Toledo, marqués de Villafranca y virrey de Cataluña, quien contaba con unas 150 embarcaciones, incluyendo más de 90 galeras, el rey ordenó el envió de parte de la tropa que había sido usada en aquella empresa, para poner en buen orden Córcega. Mientras esto sucedía, una fuerza de 1.500 infantes lombardos se había levantado en Cremona bajo el mando del capitán Lorenzo Suárez de Figueroa, quien acudió a Córcega para auxiliar a los aliados genoveses contra los rebeldes. 

El Asedio de Leiden

 


El 3 de octubre de 1574 un ejército hispánico comandado por Francisco Valdés ponía fin al asedio sobre Leiden, iniciado unos meses atrás. La ciudad no pudo ser tomada debido a la apertura de los diques que la rodeaban, provocando la llegada del ansiado socorro de los defensores, pero también la ruina económica de la ciudad. 

En el marco de la Guerra de los Ochenta Años, los avances rebeldes de 1572 en Holanda habían logrado conquistar la ciudad de Leiden, un enclave estratégico en la Holanda meridional. Era sin duda la ciudad más importante de la región, y servía de puente con la Holanda septentrional, estando a poco menos de 50 kilómetros de Ámsterdam o Haarlem. Ahora disponían de un puñal en el corazón de la región, pudiendo moviliza tropas hasta Zelanda sin apenas oposición. Tras esto, la práctica totalidad de Holanda, a excepción de Amsterdam y un puñado de ciudades más, y Zelanda, estaban en manos de los rebeldes. 

Los rebeldes lanzaron una campaña muy fuerte ese año. Desde el sur, Luis de Nassau, hermano del estatúder Guillermo de Orange, avanzó con sus fuerzas sobre Henao y Artois, mientras que Guillermo IV, conde van den Bergh, avanzó sobre Güeldres y el norte de los Países Bajos, con intención de llegar hasta Frisia. Mientras, Guillermo de Orange avanzaría sobre Limburgo, y de ahí acometería contra Brabante y Flandes, en una especie de golpe al corazón de los Países Bajos españoles. El duque de Alba, en ese momento gobernador de los Países Bajos, emprendió una serie de campañas para recuperar lo arrebatado por los rebeldes. Su éxito fue casi total, con asedios tan importantes como el de Haarlem o Mons

Guerreros: El Gran Duque de Alba (Parte I)



Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, fue el mejor militar de su tiempo, un auténtico guerrero al servicio de España y de sus reyes, al que la historiografía, principalmente anglosajona aunque también nacional, ha tratado injustamente, en gran parte por sus años como gobernador de los Países Bajos.

Pero lo cierto es que el duque de Alba fue un gran hombre de su tiempo; querido por sus hombres y temido por sus enemigos, un portento del arte de la guerra, con una inteligencia y astucia muy superior a la de sus rivales, lo que le llevó a no arriesgar de manera inútil hombres y recursos, y a vencer en todas las batallas en las que participó. Fue capaz de sacar el máximo partido a los exiguos recursos de los que dispuso, mediante una habilidosa planificación estratégica de todas sus campañas, basando su fuerza en la sorpresa, velocidad y un detallado estudio del terreno, con los que encadenó brillantes victorias a lo largo de cuatro décadas. 

Pero no solo fue un brillante militar, también fue un hombre de extraordinaria cultura, amante de los clásicos como Tácito, a quien leía con ahínco en latín, y del arte, reclutando a lo largo de toda su vida a grandes músicos, pintores y humanistas. Hablaba y leía perfectamente en latín, francés e italiano, y se defendía con soltura en el alemán, lo que le confería un inmenso valor en el terreno de la diplomacia. Fue un hombre con unos profundos valores caballerescos, inculcados por su abuelo Fadrique, y que le guiarían durante toda su vida. En definitiva, estamos ante un hombre de una talla y calado difícilmente comparables, un hombre que hizo del servicio a la Corona el más alto ideal al que un noble podía aspirar, un hombre que empequeñeció a grandes figuras de su tiempo y al que, tanto al final de su vida como después de su muerte, no se le llegó a hacer justicia. 

Batalla de Cerisoles

 


El 11 de abril de 1544 el ejército francés del conde de Enghien se enfrentó a las tropas imperiales conducidas por el marqués del Vasto en la localidad italiana de Ceresole Alba. Los franceses obtuvieron una victoria táctica, pero los imperiales lograron mantener Milán, objetivo principal francés. 

En el marco de las Guerras Italianas, la última contienda había terminado mediante el Tratado de Niza, que pretendía frenar durante diez años la guerra en Italia entre Carlos V y Francisco I. El emperador, cansado ya de tanta guerra y hastiado por los incumplimientos del rey francés, quiso buscar una solución definitiva al enfrentamiento que desde décadas atrás se venía produciendo entre España y Francia por los territorios italianos. Propuso casar a su hija María de Austria con el hijo de Francisco, heredando el matrimonio los Países Bajos, Charolais y el condado de Borgoña a la muerte del emperador. 

No fructificaron las negociaciones por las enormes ambiciones del rey francés, que ansiaba más que nada en el mundo el ducado de Milán. Francisco quería romper el acuerdo y buscó como pretexto la muerte de dos de sus embajadores ante el Imperio Otomano, acusando falsamente a España de ser la responsable. Las hostilidades se rompieron el 12 de julio. De este modo Francisco tenía al fin su nueva guerra y un nuevo intento para hacerse con el Milanesado. Su primer movimiento fue en el norte, en el frente de Flandes; pero el ejército imperial, con el príncipe de Orange a la cabeza, rechazó a los franceses con la ayuda de las tropas inglesas que habían desembarcado en Normandía tras los acuerdos firmados entre Enrique VIII y el emperador en febrero de 1543.

Guerreros: Bernardino de Mendoza


Hablar de Bernardino de Mendoza es hablar de un hombre total; fue un formidable militar, un excelente diplomático, sagaz espía, y avezado escritor y cronista al servicio de la monarquía española. Siempre en el ojo del huracán, su vida fue el fiel reflejo de la época dorada de España, aunque hoy en día su figura haya caído casi por completo, como es costumbre entre los grandes personajes de la historia patria, en el olvido.

Bernardino nació en 1540 en Guadalajara, en el seno de una noble familia que llegó a esas tierras desde Álava en la segunda mitad del siglo XIV de la mano de Pero González de Mendoza. Más tarde los Mendoza se convirtieron en condes de Coruña y vizcondes de Torija. Fue el décimo de los 19 hijos que tuvo el matrimonio entre Alonso Suárez de Mendoza, conde de Coruña, y Juana Jiménez de Cisneros, sobrina del poderoso cardenal Cisneros. El primogénito de la familia, Lorenzo Suárez de Mendoza, heredó el título, convirtiéndose en el IV conde de Coruña, y sirvió en los ejércitos de Carlos I y Felipe II, llegando a ser virrey de Nueva España. Otro hermano suyo, Antonio, llegó a ser gentilhombre de cámara de Felipe II, y su hermana viuda, Ana, fue institutriz de los infantes Don Diego y Don Felipe, hijos del rey. 

Bernardino de Mendoza pasó la típica infancia del segundón de noble cuna. Siguiendo los pasos de otros tantos Mendoza, estudió y se graduó como bachiller en Artes y Filosofía en la Universidad de Alcalá de Henares en 1556. Tiempo después se licenció y entró en el Colegio Mayor de San Ildefonso. Este hecho, unido a las influencias familiares y su gran inteligencia y capacidad, le abrieron las puertas para entrar al servicio del rey. De esta forma en 1562 decidió dar un giro a su vida y se alistó en los ejércitos de Felipe II. Tal y como él mismo relata en su gran obra Comentarios de lo sucedido en las Guerras de los Países Bajos, se estrenó en las armas en la defensa de Orán y Mazalquivir , en 1563, acudiendo con la flota de socorro en ayuda de los hermanos Córdoba.

La Guerra de los 80 Años: Los Orígenes (Parte II)


A comienzos de mayo de 1567 la revuelta había sido completamente controlada por la gobernadora Margarita de Parma, la cual escribió inmediatamente al rey anunciándole las buenas nuevas e instándole a desistir en un decisión de enviar al duque de Alba junto con sus Tercios Viejos

Pero Felipe II desconfiaba de aquella aparente calma en la que se habían sumido los Países Bajos tras la reacción de su hermanastra, y juzgaba necesario seguir adelante con sus planes de pacificación y castigo de los rebeldes. El monarca creía que Orange y el resto de líderes protestantes habían sufrido un pequeño contratiempo y pronto volverían a organizarse y presentar batalla.

Además en la Corte de Madrid los miembros del partido de Éboli, contrarios a una intervención militar al principio, ahora veían con buenos ojos ésta. Por un lado el duque de Alba, su principal rival, marchaba de España dejando las manos libres a Ruy Gómez de Silva para seguir afianzando y acrecentando su poder. Por otro, estaban convencidos de que el Gran Duque fracasaría en su intento de restablecer la paz y, por tanto, caería en el descrédito ante los ojos del rey. Por lo que finalmente no se varió ni un ápice los planes trazados meses antes. 

La Guerra de los 80 Años: Los Orígenes (Parte I)

La Guerra de los 80 Años fue, en gran medida, la causa del derrumbamiento del poderío español y el final de su hegemonía en Europa. Una guerra que siempre se pensó originada por enfrentamientos de índole religioso pero que escondió un trasfondo mucho más complejo; ambiciones políticas y económicas se unieron a las cuestiones de fe para hacer estallar uno de los más largos y sangrientos conflictos que se han dado a lo largo de la historia de Europa. 

Este penoso conflicto desangró durante décadas la hacienda de la Corona Española y se llevó por delante la vida de muchos de los mejores hombres que las tierras de España parieron, lo que, unido a otras guerras en las que se involucró el reino, y al constante flujo de españoles que marchaban hacia las Indias buscando huir del hambre y la pobreza, con la ilusión del oro y la plata que aventuraban las anécdotas e historias que circulaban por cada rincón del reino, propició una debacle demográfica, económica y social de la que España tardaría en recuperarse demasiado tiempo, perdiendo así su posición dominante en Europa. 

A los largo de las ocho décadas que duró esta guerra se vivieron algunas de las batallas más épicas y algunas de las gestas más increíbles que el mundo militar ha visto. Episodios como la batalla de Jemmingen, el Socorro de Goes, el Asedio de Haarlem, el Milagro de Empel, o la Toma de Breda, ya forman parte del imaginario de los amantes de la historia militar, y constituyen solo unos pocos de los muchísimos ejemplos de lo que unos pocos hombres consiguieron luchando contra todo y contra todos, movidos por la lealtad a su reino y a su rey y la inquebrantable fe en su dios. 

Guerreros: Lope de Figueroa y su Tercio


Lope de Figueroa fue uno de los militares más prestigiosos y con mayor fama de su época. Toda una institución entre los soldados de los tercios; su sola presencia en una batalla inspiraba confianza y fuerza a los hombres y provocaba el miedo entre sus enemigos. Su mito ha pervivido a lo largo de estos cinco siglos y su historia ha sido contada por multitud de historiadores y divulgadores, demostrando así la grandeza de su figura. 

A pesar de ser un personaje tan interesante y admirado, la persona de Lope de Figueroa y Barradas sigue suscitando muchas preguntas aún. Las dudas con respecto a su nacimiento siguen todavía vigentes y, aunque tradicionalmente este se estableció en el año 1520, como reflejan muchos estudios, entre ellos el de Carlos Belloso Martín en su obra La Antemuralla de la Monarquía, un estudio de Juan Luis Sánchez publicado en el Diccionario biográfico español de la Real Academia de Historia, basado en las pruebas de concesión de del título de Caballero de la Orden de Santiago, afirma que nació en Guadix, Granada, en el año 1541. De esto se tratará más adelante. 

Sea como fuere, sabemos que Lope de Figueroa era el segundo hijo de Leonor de Figueroa, nada menos que descendiente directa de Fernando III El Santo, según afirma Juan de Hariza en su obra Descripción genealógica de los excelentísimos señores marqueses de Peñaflor, y bisnieta de Lorenzo Suárez de Figueoroa, I conde de Feria. Su padre era el capitán Francisco Pérez de Barradas, trinchante y maestresala del rey Fernando el Católico, llegando a ser señor de Graena, alcaide de la Peza y Caballero de Santiago.

Guerreros: Juan del Águila


El año 1545 fue testigo del nacimiento de uno de los más destacados y notables soldados de cuantos sirvieron en los ejércitos de la monarquía española; Juan del Águila nacía en Ávila y pasaría, por derecho propio, a la historia como maestre de campo de los tercios españoles.  

Era el cuarto hijo de una familia de la nobleza local y pasó su infancia en la villa abulense del Berraco. No siendo primogénito las opciones que tenía el joven Juan pasaban por los hábitos o las armas y, como se podría comprobar más adelante, tenía una especial aptitud para la guerra, por lo que decidió sentar plaza como soldado en la compañía de Gonzalo de Bracamonte cuando éste se encontraba reclutando infantes en Ávila para el ejército del rey Felipe II, allá por 1563.

Con 18 años pues, siguió la bandera de su capitán y se incorporó al Tercio Viejo de Cerdeña. No tardaría mucho Bracamonte en hacerse con los mandos del tercio. En 1564 era nombrado maestre del mismo y enviado al Peñón de Vélez de la Gomera. Era principios de septiembre y la expedición de 93 galeras y decenas de otras embarcaciones, comandada por García Álvarez de Toledo, se presentaba ante el inexpugnable refugio de piratas argelinos y otomanos y lo ocupaba, permaneciendo éste en poder español hasta nuestros días.

Guerreros: Sancho Dávila



Sancho Dávila y Daza vino al mundo un 21 de septiembre del año 1523 en la ciudad castellana de Ávila y alcanzó merecida fama por sus notables éxitos militares en las 4 décadas en las que combatió en los campos de batalla de media Europa y del norte de África.

Sancho de Ávila o Dávila era hijo del militar comunero Antonio Blázquez Dávila, veterano del asedio de la fortaleza de Fuenterrabía, y de Ana Daza, de notoria familia hidalga. Tuvo dos hermanos, Tomás y Beatriz, y quedó huérfano a la temprana edad de 15 años, por lo que se encomendó a los hábitos, como muchos otros hidalgos en España.

Inició estudios eclesiásticos esperando seguir los pasos de su tío, Pedro Daza, que era el archidiácono de la catedral de Ávila, recibiendo formación en filosofía, latín, gramática y teología, pero viajó a Italia para seguir formándose y cambiaron todos sus planes, descubriendo la pasión de las armas. Fue en Italia, concretamente en Roma, donde decidió unirse al Tercio de Hungría de Álvaro de Sande, veterano soldado de Túnez, que marchaba para Alemania para luchar en las disputas del Emperador Carlos V con la Liga de Esmalcalda.

Los Tercios: Las Armas


Los tercios hispánicos fueron una máquina de guerra perfecta que, durante siglo y medio, impusieron su fuerza en cualquier teatro de operaciones en el que la Monarquía Española tuviera que desenvolverse. Esto fue posible gracias a los hombres que componían sus filas y a los mandos que los dirigían. 

Y es que los soldados hispánicos, concretamente los españoles, eran los mejores de su época; la cultura de la guerra, ya que en la península ibérica se estuvo batallando durante 8 siglos con muy pocos momentos de paz, unida a la constante innovación táctica y técnica, fundamentalmente en los dominios italianos, y un orgullo sin parangón, que haría que el soldado español prefiriera la muerte a la deshonra, hizo de esto posible. El rey francés Francisco I, durante su cautiverio en Madrid exclamaría: "¡Bendita España, que pare y cría los hombres armados!", como aseveran Martínez Laínez y Sánchez de Toca en su libro Tercios de España: la infantería legendaria. 

Y es que estos hombres aprendían a combatir desde muy pronto. Apenas siendo niños eran habituales los juegos con espadas de madera, así que el manejo de las armas era algo natural en los españoles. Los hombres que ingresaban en los ejércitos de la Corona Española recibían armas, cuyo coste se les descontaba de sus pagas. Pero los soldados españoles, orgullosos como eran, solían hacerse con las mejores armas posibles; un buen armamento aumentaba la honra, es decir, la opinión que los demás tenían de ellos. Y es que honor y honra fueron dos conceptos que todo español que se preciara llevaba a límites insospechados.

Sitio de Middelburg


El 4 de noviembre de 1572 las tropas protestantes de Jerome de Tseraart comenzaban un duro asedio sobre la villa católica de Middelburg, en el corazón de Zelanda, defendida valientemente durante casi un año y medio por Cristóbal de Mondragón.

Inmersas en la Guerra de los 80 años, las tropas españolas tratan de contener el avance de los protestantes holandeses por todos los Países Bajos. En la provincia de Zelanda los protestantes comenzaron una brillante campaña de la mano del gobernador de Flesinga, Jerome de Tseraart, que había levantado un ejército de unos 7.000 hombres, entre holandeses, mercenarios alemanes e ingleses. Solo resistían en Zelanda las villas de Middelburg, la capital de la provincia, Goes y Arnemuiden.

Guerreros: Julián Romero


Nacido probablemente en Torrejoncillo del Rey, Cuenca, en algún momento del año 1518, Julián Romero de Ibarrola estaba destinado a convertirse en uno de los más grandes militares españoles de todos los tiempos, un hombre que pasó de mozo de tambor a maestre de campo general. 

Su padre, Pedro de Ibarrola, hijo de noble familia de Éibar, fue uno de los tantos vizcaínos que buscaron fortuna en otras tierras de España, algunos de los cuales acabaron en la serranía de Cuenca, como Pedro. Éste era maestro mayor de obras y se casó con Juana Romero, de familia de cristianos viejos e hidalga.

En Torrejoncillo pasó su infancia Julián, que había adoptado el apellido de su madre, soñando con huir de la monotonía de aquel lugar y revivir las grandes victorias del Gran Capitán. Fue allí donde, con 16 años de edad, se alistó en el ejército real, y es allí donde empieza la gran aventura en forma de vida de Julián Romero.

Jodoigne. Los Tercios soprenden a los holandeses.


El 16 de octubre de 1568 los Tercios del duque de Alba sorprendían a las tropas mercenarias de Guillermo de Orange en las cercanías de la villa de Jodoigne cuando intentaban cruzar el río Geete.

Poco tiempo atrás se había iniciado el conflicto que sería conocido como la Guerra de los 80 años, tomando las revueltas protestantes un cariz de tal violencia que Felipe II hubo de emplearse a fondo. Guillermo de Orange había comenzado una serie de campañas contra el gobierno del duque de Alba meses atrás sin demasiado éxito. Guillermo basaba su estrategia en la superioridad numérica, gastando ingentes cantidades de dinero en reclutar tropas, muchas veces de calidad bastante pobre, e intentando plantar batalla.

La Conquista de las Azores


El 2 de agosto del año 1583 las tropas españolas de Álvaro de Bazán tomaban la isla Terceira completando de esta forma la conquista de las Azores, poniendo fin a la guerra de sucesión portuguesa.

Tras la muerte sin descendencia del rey Sebastián I de Portugal en la batalla de Alcazarquivir, se desató una crisis en Portugal por la sucesión al trono del reino. Felipe II y Antonio, prior de Crato, eran los principales candidatos, pero el segundo se autoproclamó rey llevando al país a una guerra que debía decidirse el 25 de agosto de 1580 en Alcántara. Ese día las tropas españolas dirigidas por el Gran duque de Alba derrotaron a los portugueses y pusieron la corona del vecino país sobre la cabeza de Felipe II.

Pero el prior no aceptó la derrota y se refugió con sus partidarios en la Isla Terceira de las Azores. Desde allí, y apoyado por los ingleses y franceses, siempre ávidos de socavar el poder de España, formó un gobierno en el exilio. Felipe no podía consentir tal desafío a su autoridad y en 1582 ordenó al general Álvaro de Bazán tomar las Azores. El brillante marino español derrotó a la armada francesa, comandada por el almirante Felipe Strozzi, el 26 de julio de 1582 en las aguas de las Teceiras, si bien no pudo completar la conquista de las Azores en ese momento debido a diversos problemas logísticos.

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