El Milagro de Empel

La Guerra de los 80 Años: Los Orígenes (Parte II)


A comienzos de mayo de 1567 la revuelta había sido completamente controlada por la gobernadora Margarita de Parma, la cual escribió inmediatamente al rey anunciándole las buenas nuevas e instándole a desistir en un decisión de enviar al duque de Alba junto con sus Tercios Viejos

Pero Felipe II desconfiaba de aquella aparente calma en la que se habían sumido los Países Bajos tras la reacción de su hermanastra, y juzgaba necesario seguir adelante con sus planes de pacificación y castigo de los rebeldes. El monarca creía que Orange y el resto de líderes protestantes habían sufrido un pequeño contratiempo y pronto volverían a organizarse y presentar batalla.

Además en la Corte de Madrid los miembros del partido de Éboli, contrarios a una intervención militar al principio, ahora veían con buenos ojos ésta. Por un lado el duque de Alba, su principal rival, marchaba de España dejando las manos libres a Ruy Gómez de Silva para seguir afianzando y acrecentando su poder. Por otro, estaban convencidos de que el Gran Duque fracasaría en su intento de restablecer la paz y, por tanto, caería en el descrédito ante los ojos del rey. Por lo que finalmente no se varió ni un ápice los planes trazados meses antes. 

-El duque de Alba y el Camino Español.

Para marchar hacia los Países Bajos el duque de Alba, hombre concienzudo y metódico donde los hubiera, tuvo que elegir bien la ruta a seguir; La ruta marítima a través del Cantábrico y del Canal de la Mancha quedaba descartada, ya que era excesivamente peligrosa tanto por lo difícil de aquellas aguas como por la amenaza naval inglesa y holandesa. La Francia de Carlos IX no permitiría el paso de tropas españolas, menos aún cuando se hallaba inmersa en graves tensiones entre católicos y hugonotes. Y la ruta fluvial del Rin quedaba cerrada debido a la abierta hostilidad de Federico III, príncipe elector del Palatinado, quien era un calvinista radical. 

En este orden de cosas la ruta debería hacerse desde Italia, donde estaban acantonados los temibles Tercios, y proseguir por tierra a través de territorios aliados. De esta forma se atravesaría el Piamonte y Saboya para a continuación proseguir por el Franco Condado, el Ducado de Lorena, y llegar a Luxemburgo para cubrir el trayecto final por el Obispado de Lieja hasta llegar a Flandes. Esta ruta, que atravesaba los Alpes italianos ascendiendo por cotas superiores a los 2.000 metros, y cubría una distancia de más de 1.000 kilómetros, se conoció como el Camino Español

Para facilitar el paso del ejército con el que el duque habría de partir se enviaron a varios ingenieros, con un jefe al mando, acompañados de 300 zapadores, para hacer transitables pasos tan complicados como los del Mont Cenis, en el ducado de Saboya. Además se planificó la ruta por etapas, estableciendo puntos de aprovisionamiento con los comerciantes locales que negociaban los precios de las vituallas y los alojamientos por adelantado. Tras tener todo preparado el duque marchó hacia Cartagena, donde le esperaba Juan Andrea Doria con su flota. De ahí llegó a Génova a finales de mayo, tras un viaje bastante duro por los fuertes temporales, y al fin se reunió con los Tercios Viejos en Milán. 

Allí le esperaban los tercios de Lombardía, al mando de Sancho de Londoño, de Nápoles, a cargo de Alonso de Ulloa; el de Sicilia, comandado por el célebre Julián Romero, y por último el de Cerdeña, que era el de Gonzalo de Bracamonte. Esta fuerza era sin duda la flor y nata de los soldados de la época. Una fuerza de unos 8.800 infantes y 1.250 caballos distribuidos en 5 compañías de jinetes españoles, 3 de italianos y 2 de albaneses bajo el mando de Hernando de Toledo, hijo del duque, asistido por los capitanes Lope Zapata, Juan Vélez de Guevara o Ruy López Dávalos entre otros. La guardia personal del Gran Duque estaba a cargo, como no, de su leal Sancho Dávila. Por último su Consejo de Guerra estaba compuesto por hombres de la talla de Francisco Ibarra, el maestre de campo general Chapino Vitelli, el general de artillería Gabriel Cerbelloni, el capitán Bernardino de Mendoza, o el coronel Francisco Verdugo

El 20 de junio partió el ejército desde el Milanesado. La formación la encabezaban los Tercios de Nápoles y de Lombardía, con el propio duque de Alba al frente, mientras que la retaguardia era cubierta por los Tercios de Sicilia y de Cerdeña y la caballería albanesa. Tras pasar por el paso del Mont Cenis, las tropas entraron en perfecto orden en el ducado de Saboya. Para comienzos de julio ya habían llegado al Franco Condado y posteriormente atravesaron el ducado de Lorena para, a finales de mes, entrar en Luxemburgo, donde esperaban la incorporación de varias compañías de alemanes. Tras ampliar las fuerzas se dirigieron al obispado de Lieja y a comienzos de agosto entraron en los Países Bajos, donde la nobleza que permanecía fiel al rey saldría a recibirles. 

Al fin, tras varias semanas de marcha, el 22 de agosto el duque de Alba llegaba con sus tercios a Bruselas. Unos días antes, en Tirlemont, el duque de Alba se reunió con su antiguo compañero de armas, el conde de Egmont. Así escribía Cervantes en su maravillosa obra del Quijote la noticia sobre la marcha del Gran Duque: "Viajé a Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y algunas galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte; y estando ya de camino a Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el Gran Duque de Alba pasaba a Flandes". 

Tropas por el Camino Español. Augusto Ferrer-Dalmau

-El duque de Alba en Bruselas.

La llegada de los españoles causó un hondo malestar entre la nobleza y los cargos de la región. El duque no perdió un segundo de tiempo y se dirigió al palacio donde se reunió con la gobernadora y los miembros de su Consejo de Estado. Era evidente que Margarita de Parma no estaba contenta con la situación e intuía las consecuencias que la llegada de las tropas españolas traería, pero poco podía hacer ya que el duque traía plenos poderes desde Madrid, y la orden de ajusticiar a los promotores de las revueltas. 

Al poco de llegar el duque ya midió la temperatura de la situación. Nadie en Bruselas estaba contento y la gobernadora no escondió su malestar, criticando incluso públicamente la presencia de las tropas. El de Alba escribió al rey para informarle de cómo estaban las cosas por aquellas tierras. La situación era tal y como el duque se había imaginado, con la nobleza en franca rebeldía, algo que pudo comprobar tras reunirse con algunos de los más notables de entre ellos. El duque veía en el seguimiento del calvinismo una muestras de incultura, ya que entiende que el culto a esa doctrina viene por la falta de conocimiento riguroso del cristianismo. 

El duque procedió a repartir sus tropas por todas las plazas estratégicas y de importancia del país. Con esto dividía su ejército, pero se aseguraba el tener pequeñas fuerzas de intervención rápida en caso necesario, además de la evidente misión defensiva que habrían de cumplir las tropas. De esta forma escribía al rey: "he escrito a V.M. en qué lugares se había repartido a la gente de a caballo y de a pie, que yo traje en mi compañía. Después deseando Madama la duquesa que se aliviase el país de Brabante lo más que fuese posible, y también el cuartel de Diest, a donde el pueblo no ha sido tan olvidado como en otros lugares, me pareció alojar media docena de compañías a caballo dentro de Tournai con dos banderas de infantería, y he hecho visitar Audenarde para saber qué comodidad había allí para meter también allí algunas".

Todas las unidades que eran sospechosas de no ser leales al rey fueron licenciadas de inmediato, lo que provocó la expulsión de la guarnición de Amberes entre otras. La nobleza que había apoyado o no mostrado oposición a las revueltas estaba realmente nerviosa. Basta con el ejemplo del conde de Horn cuando, a la llegada del duque a Bruselas, envió a su secretario Alonso de Laloo, en vez de ir él en persona, como sí había hecho el conde de Egmont. El nerviosismo era patente a pesar de las cartas que habían recibido poco antes del rey Felipe en las que agradecía sus servicios y les invitaba a seguir así. 

La siguiente tarea en la que tenía puesta la vista el duque era la de fortificar plazas importantes. Para ello se sirvió de las peticiones que Margarita de Parma había hecho al rey en mayo de ese año en las que consideraba de vital importancia reforzar las plazas de Flesinga, Maastricht, Amberes, Ámsterdam o Valenciennes. Con esta tarea fijada, el duque pudo centrarse en el principal objetivo que le había llevado a aquellas tierras: sofocar completamente la rebelión y castigar a sus responsables. 

El 5 de septiembre el duque, tras pedir permiso a Margarita, creaba el Tribunal de los Tumultos, cuya misión era la de juzgar a los principales responsables de las revueltas religiosas. El tribunal se componía de varios miembros, supuestamente imparciales y con lazos férreos entre la población flamenca. El propio duque explicaba al rey que "no había mejor expediente que un nuevo Tribunal de algunos personajes principales de autoridad, doctos, sin pasión y tenidos en buena opinión por el pueblo". Proseguía el duque en sus explicaciones a Felipe II: "me he resuelto, con participación de Madama y algunos señores principales y más confidentes, de nombrar hasta siete consejeros, dos abogados fiscales, dos procuradores generales y cuatro secretarios, dos ordinarios para trabajar continuamente en el dicho Consejo, y otros dos extraordinarios para emplearlos fuera según que las materias lo sufrieren". 

Los consejeros eran el Chanciller de Güeldres, el Presidente de Flandes, el Presidente de Arthoys, el consejero del Gran Consejo de Malinas, el consejero del Consejo de Flandes, y los doctores Juan de Vargas y Luis del Río, quienes serían los funcionarios de más peso, y que habían llegado junto al duque. Apenas cuatro días después de haberse instaurado el tribunal, el 9 de septiembre, el duque de Alba invitaba a una cena en palacio a los principales nobles flamencos. Los acontecimientos se precipitarían a partir de ese momento. 

El duque de Alba entrando en Bruselas


-El comienzo del Tribunal de los Tumultos. 

Al llegar los nobles a palacio el duque de Alba se excusó de la cena aduciendo que tenía asuntos que tratar. No era extraño que el duque cenase solo en sus aposentos, lejos de compañías innecesarias, por lo que no levantó las sospechas de los presentes. Tras terminar la cena y discutir diversas cuestiones, los nobles comenzaron a marcharse, momento en que Sancho Dávila, mano derecha del duque, pidió al conde de Egmont que se quedase un poco más para tratar una cuestión de suma importancia. Una vez que todos los nobles se hubieron marchado, Dávila arrestó a Egmont, y también al conde de Horn, quien se encontraba en el patio de palacio. 

Egmont estaba desconcertado, a pesar de que seguramente le habían advertido de las intenciones de Felipe II y su brazo ejecutor, pero no ofreció resistencia, al igual que Horn. Seguramente confiaban en que su no participación directa e incluso su ayuda a sofocar las revueltas, les harían inocentes a los ojos del monarca. Ambos permanecieron encerrados durante unos cuantos días en aposentos separados de palacio, antes de ser trasladados al castillo de Gante. Junto a ellos fueron arrestados esos días decenas de nobles y hombres notables de los que se sospechaba habían tomado partido en las revueltas. 

El duque escribía al rey: "los dichos condes Degmont y Hornes han sido llevados al castillo de Gante con guarda española, y se ha enviado la guarda ordinaria del dicho castillo por algún tiempo a Filippe Villa". Parecía que la revuelta estaba totalmente bajo control y sus líderes apresados y a la espera de ser juzgados. Pero el príncipe de Orange, mucho más precavido y, también mucho más implicado que los desdichados condes, había puesto pies en polvorosa y se había marchado a sus posesiones alemanas. Cuando el cardenal Granvela se enteró de la huida de Guillermo afirmó: "pues no habiendo caído el Taciturno en la red, poca caza ha hecho el duque de Alba". También cayeron conspiradores en la Corte de Madrid como el barón de Montigny, quien era un simpatizante hugonote, o Jacques Vandenesse, espía a sueldo de Guillermo de Orange. 

El duque de Alba, lejos de disfrutar con aquello, sufría de manera silenciosa pero cumpliendo con el deber de cualquier leal servidor que sigue las órdenes encomendadas por su rey. Así se lo confesaba a Luis de Requesens: "la intención de S.M. no es la de hacer sangre, no yo de mi condición soy amigo della", y añadía lacónicamente: "a mí me duele en el alma que las cosas hayan llegado a este punto". Era obvio que al duque no le agradaba en absoluto el arresto de dos de sus más fieles compañeros de armas en el pasado. 

Como no podía ser de otra forma, Margarita de Parma se quejó amargamente con dichos arrestos. Para la gobernadora era inaceptable que los condes de Egmont y de Horn fueran considerados sospechosos de deslealtad a la Corona. De esta manera, y mediante una instrucción que hasta el momento permanecía secreta, el duque de Alba asumió la gobernación de los Países Bajos tras la renuncia de la hermanastra del rey Felipe II. El duque tenía las manos libres para actuar y ejecutar las órdenes reales de la manera más diligente y eficaz posible. Aquel nombramiento fue visto con mucho recelo por los ciudadanos de aquellas tierras, pues según sus leyes debían ser gobernados bien por su señor natural, el rey, bien por un miembro de la familia real. 

En octubre la situación parecía bajo control y el 18 de octubre, tras aprobación del rey, el duque dispuso que el Tribunal de los Tumultos tuviese competencia para perseguir a quienes habían cometido graves delitos contra Dios y contra el rey, nombrando 170 comisarios para que reuniesen pruebas por todo el territorio. Los casos sospechosos eran enviados a los consejeros de tumultos, quienes se encargaban de la mayoría de los procesos, y el fiscal ordenaba la publicación de la citación de los investigados. Ésta la hacía un agente judicial al menos en 3 ocasiones distintas en intervalos de una semana; si el investigado no aparecía perdía toda opción de defensa. 

En realidad solo los casos más graves eran tratados por el propio Tribunal de los Tumultos, que se encargaba tanto de la instrucción como del fallo, pero las condenas a muerte eran dependientes de la voluntad del propio Alba, quien administraba este poder por orden real. En estos casos, reservados a los instigadores de las protestas, los editores y vendedores de libros herejes, los iconoclastas, y a los que se habían negado a cumplir las órdenes reales o se habían resistido a aplicarlas, era un fiscal del entorno del duque quien citaba y acusaba. Se promulgó una ley especial mediante la cual todo aquel que había firmado el Compromiso de los Nobles, podía ser condenado ipso iure. Los hombres del duque se emplearon a fondo en la búsqueda de pruebas, principalmente entre los nobles que se presumía habían participado en las revueltas. 

El duque escribía sobre estos asuntos en tales términos: "Los que primero se vinieron se han empleado en visitar los papeles de Bakerzeel, Stralen y del secretario del conde de Horn, y de aquí en adelante comenzarán a entrar en el negocio principal. El lugar donde se hace el Consejo es en mi posada para por todas ocurrencias tenerlos a mano, y que en todas las cosas de gran importancia me pudiese intervenir en persona como lo hago, y tengo presupuesto de hacerlo. En lo cual me asisten y asistirán siempre los señores de Berlaymont y Noircarmes, y tanto más porque estas son materias que tocan a muchos gentiles hombres, y por eso me parece también convenible que interviniesen un par de personajes de tal calidad". 

El duque de Alba presidiendo el Tribunal de los Tumultos

-Estalla el conflicto. Las ejecuciones de los rebeldes. 

Tras la celebración del último Consejo de Estado de 1567, el 16 de diciembre, el duque de Alba juraba su cargo como gobernador de los Países Bajos ante Margarita de Parma, quien inmediatamente partía hacia Italia. El duque estaba convencido que detrás de aquellas revueltas anteriores no solo estaban los intereses religiosos, sino que reinos como Francia o determinados príncipes alemanes tenían intereses políticos ocultos y estaban fomentando y financiando el protestantismo en los Países Bajos para debilitar el poder de España en Europa. "Yo no diré nada a V.M. de los movimientos de Francia, de los que se habla dudosamente, porque no dudo que será avisado por su embajador D. Francés de Álava", señalaba el duque muy acertadamente. 

A comienzos del nuevo año los espías del duque interceptaron dos buques cargados de armas en Nimega, era evidente que Guillermo estaba gestando una nueva revuelta o quizás una guerra. La reacción del de Alba no se hizo esperar y comenzó con la recluta de varias compañías de alemanes para desplegarlas entre Luxemburgo y Cateau-Cambresis bajo el mando de los condes de Aremberg y de Mansfeld. El duque creía que "los fugitivos de estos países con la buena inteligencia que ellos podía tener en el dicho reino de Alemania y de Francia, quisiesen aventurar de hacer alguna entrada en este país, lo harán verdaderamente por la parte de Lieja adonde muchos de acá se han huido, además de muchos vasallos del dicho país de Lieja, que han sido revueltos en estas postreras revueltas contra su Obispo". 

Guillermo había reclutado un potente ejército mercenario que dividió en dos cuerpos; uno bajo su propio cargo, con la misión de atacar el sur del país por Maastricht y enlazar con las tropas hugonotas que preparaban desde Francia la invasión; y otro bajo el mando de su hermano Luis de Nassau que atacaría por el norte. Guillermo y su hermano habían previsto que con su entrada en el país al frente de tal ejército, la población se levantaría contra los españoles y obligaría a éstos a abandonarlo sin más remedio. 

A finales de abril las tropas ya estaban listas. Casi simultáneamente comenzaron la marcha sobre los Países Bajos. Mientras Luis, con 12.000 hombres, atravesaba la frontera y se internaba en Frisia el 24 de abril. Por su parte el conde de Hoogstraaten entraba por la zona de Maastricht el 20 de abril al frente de 3.000 soldados. Para sorpresa de Guillermo la población no les recibió con júbilo ni simpatía y ninguna ciudad se les unió. El cuerpo de ejército sur llegó hasta Ruremonde, ciudad que se negó a abrir sus puertas a los rebeldes ni a capitular. Los protestantes sitiaron la ciudad. 

Enterado del asedio de Ruremonde el duque de Alba envió inmediatamente a Sancho de Londoño con cinco compañías de infantes españoles, a Sancho Dávila al frente de tres banderas de caballería, y al conde de Eberstein con 300 lansquenetes alemanes. En total las tropas españolas podían oponer algo más de 1.500 hombres, pero los protestantes levantaron a toda prisa el asedio en el momento en que se enteraron de la llegada de esta fuerza de aguerridos veteranos. A pesar de su precipitada huida fueron interceptados por las tropas españoles a la altura de Dalen. El resultado fue desastroso para los protestantes que perdieron todo su ejército, a costa de tan solo una veintena de hombres del ejército español. 

El conde de Hoogstraaten fue capturado en Dalen. Esto supuso un golpe tremendo para los conjurados, ya que reveló todos los detalles que conocía de las revueltas, así como los nobles implicados en ella, lo que permitió capturar a numerosos de ellos. Pero los planes del duque se torcerían a finales de mayo. Luis de Nassau había tomado el castillo de Wedde y amenazaba Groninga. El duque envió al Tercio de Cerdeña de Gonzalo de Bracamonte para que se uniera a las fuerzas de Aremberg y del conde de Mega. Aremberg, estatúder de Groninga, no quería combatir hasta la llegada de los hombres de Mega, y menos aún asaltar las excelentes posiciones protestantes en las cercanías del monasterio de Heiligerlee. Pero Bracamonte protestó durante días hasta que, finalmente, Aremberg autorizó el ataque. 

El resultado fue el mayor desastre cosechado por un Tercio Viejo, sufriendo enormes bajas tanto por los soldados de Luis de Nassau como por la población protestante. El propio conde de Aremaberg murió combatiendo espada en mano contra los jinetes enemigos tras ser derribado de su caballo. Solo la llegada de Mega evitó la total aniquilación del Tercio de Cerdeña, que perdió hasta 5 capitanes y 7 alféreces en aquella triste jornada del 23 de mayo de 1568. La noticia cayó como un jarro de agua fría sobre el Gran Duque, quien enfureció sobremanera con aquella fanfarronada del maestre Bracamonte que había puesto en serio peligro sus planes para el norte del país. 

El 28 de mayo, apenas cinco días después de aquel desastre, el duque promulga un edicto por el que se desterraba y confiscaba las propiedades a los Nassau y a todos los nobles implicados en la revuelta contra el rey. El 1 de junio, tras dictarse condena, se ejecutó a una veintena de nobles. El 5 de junio le tocó el turno a los condes de Egmont y de Horn. El lugar elegido era la Gran Plaza de Bruselas, la cual tuvo que ser protegida por casi 3.000 soldados españoles para evitar cualquier altercado. La muerte de estos dos nobles, fundamentalmente de Lamoral, conde de Egmont, generaron un sentimiento de rabia e indignación incluso entre los más moderados del lugar. El estratégico y colosal error del rey Felipe II recayó en exclusiva sobre los hombros del duque de Alba, quien lloró por la muerte del que fue su amigo y compañero de armas. 

El duque intercedió ante el rey por la esposa y los hijos del conde de Egmont pidiéndole que "se apiade dellos y les haga merced conque puedan sustentarse". Finalmente Felipe autorizó al duque medio año después a concederles 10.000 florines mensuales con la única condición de que no se supiera que la orden provenía de la autoridad real. Los intentos de sofocar la revuelta con la máxima autoridad y rigor posibles habían conseguido levantar a buena parte de la población, un error monumental que además se acrecentó con el ajusticiamiento de dos nobles muy queridos por la población y con íntimos lazos con los príncipes protestantes. La guerra se había desatado y por delante quedaban muchas décadas de luchas, dolor y muerte. 

Ejecución de los condes de Egmont y Horn

El duque sentado sobre los cadáveres de Egmont y Horn







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Compromiso de los Nobles
 eran condenados





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