El 7 de julio del año 1520 las tropas de Hernán Cortés, un contingente de poco más de 400 españoles y cerca de 3.000 aliados tlaxcaltecas, se enfrentan a un poderosos ejército de entre 40.000 y 60.000 guerreros, según las más recientes indagaciones, derrotándolo y dejando abierta la conquista de México.
El imperio azteca era el nombre del territorio dominado por un conglomerado de élites mexicas de origen nahua, cuyo rey, Moctezuma II, se erigía como autoridad política y religiosa de origen divino, y que habían asentado su poder sobre la dominación de diversos pueblos de la región. La capital del Imperio era Tenochtitlán, una imponente ciudad situada sobre un lago, el Texcoco, con grandes plazas, numerosos mercados y asombrosas pirámides y templos. A Cortés le impresionó sobremanera; dejaría escrito de ella que "era tan grande como Córdoba o Sevilla" o que en sus mercados se podía encontrar "más de sesenta mil personas comprando y vendiendo", lo que nos da una idea del tamaño y la riqueza de Tenochtitlán.
Pues bien, el 8 de noviembre de 1519 había partido Cortés de Cholula con su ejército: 400 españoles y varios millares de aliados tlaxcaltecas, totonacas y cempoalas, rumbo al corazón del imperio azteca. Una vez llegados a las puertas de Tenochtitlán, el mismo Moctezuma salió a recibir a la comitiva. Cortés, en una carta enviada a Carlos I, narraba así el encuentro: "Me tomó de la mano y me llevó a una gran sala que estaba frontera del patio por donde entramos, y allí me hizo sentar en un estrado muy rico que para él lo tenía mandado hacer".
Incomprensiblemente Moctezuma, quien fuera feroz guerrero y un despótico y sanguinario gobernante, recibía amablemente a los españoles. Diversos historiadores atribuyen esta actitud a una cuestión religiosa, ya que el dios azteca Quetzacoatl era blanco y con barba, y había sido expulsado tiempo atrás de su reino prometiendo algún día volver. Esto habría hecho que los aztecas interpretaran la llegada de los españoles como una señal divina.
Sea como fuere allí estaban los españoles y sus aliados, fervientes enemigos de los aztecas, ya que durante años fueron brutalmente esclavizados, agasajados por Moctezuma con todo tipo de prebendas y alojados en suntuosos palacios y mansiones. Tenochtitlán se les había abierto y les mostraba sus maravillas y sus riquezas, que eran prácticamente incontables.
Pero no es oro todo lo que reluce. La situación de los españoles y sus aliados, a pesar del trato que estaban recibiendo, distaba mucho de ser ideal. Estaban rodeados por un inmenso lago y miles de aztecas que en cualquier momento podrían acabar con ellos. Una parte de la aristocracia no podía aceptar que unos extranjeros camparan a sus anchas y dominasen la voluntad de su rey. Por si esto fuera poco, los españoles descubrieron horrorizados los rituales de sacrificios humanos habituales entre los aztecas, y los conjuntos funerarios con cabezas pegadas unas a otras a modo de muros.
Para empeorar las cosas, llegó un contingente a Veracruz enviado desde Cuba por el gobernador Velázquez, para arrestar a Cortés y quedarse así con los territorios descubiertos por éste. Al mando de esa tropa, compuesta por unos 800 españoles y varias piezas de artillería, estaba el veterano Pánfilo de Narváez. Cortés salió rápido a su paso dejando en la ciudad de Tenochtitlán un centenar de hombres al mando de Pedro de Alvarado.
Cuando ambos ejércitos se hallen frente a frente, la sorpresa de Narváez será mayúscula al comprobar cómo una parte importante de sus hombres, entre ellos la valiente María de Estrada, se pasa a las filas de Cortés. Así pues, la batalla cayó del bando del conquistador extremeño, quedando Narváez herido. Algún tiempo después, lo poco que quedaban de sus hombres serían apresados por texcocanos, aliados de los aztecas, que los mataron a todos, incluido al propio Narváez.
Solventado este contratiempo, Cortés volvió sobre sus pasos, ahora con una hueste aún mayor, pero el panorama que se encontró fue desolador. ¿Qué había sucedido? A finales de mayo, con Cortés fuera de la ciudad, los aztecas celebraban su tradicional ceremonia del mes Toxcatl, en honor a los dioses Tezcatlipoca y Huitzilipotchli. Estos rituales se celebraban en el Templo Mayor de la ciudad y como era habitual en ellos, se producían sacrificios humanos a los dioses.
No hay un criterio común sobre lo que ocurrió el día 22 de mayo de 1520. Unos afirman que Alvarado, advertido por sus aliados, creía que aquello se trataba de una trampa y que sus vidas corrían peligro. Otros en cambio sostienen que Alvarado, que no era hombre muy diplomático, actuó movido por impulsos infundados. El caso es que aquello acabó con una matanza de aztecas y con Alvarado y sus hombres teniendo que refugiarse y tomando a Moctezuma como rehén.
Cuando Cortés regresó a Tenochtitlán el panorama no podía ser más comprometido. Cortés intentará la diplomacia: libera al hermano de Moctezuma, Cuitláhuac, en la creencia de que esto calmará los ánimos, pero éste quiere venganza y arenga a la ciudad para que se levante contra los españoles y sus aliados. Cortés vuelve a intentar la vía diplomática, ahora haciendo que Moctezuma salga a la balconada del palacio de Axayacatl y se dirija a los suyos pidiéndoles calma. Pero los ánimos se encendieron aún más, con las gentes allí congregadas lanzando de todo contra el palacio.
Para desgracia de los españoles, una piedra alcanza a Moctezuma en la cabeza, que cae muerto casi al instante. También hay que decir que las circunstancias que rodean a la muerte del rey azteca no están claras del todo, aunque parece poco probable que los españoles decidieran matar a su principal, y por qué no decirlo, único aliado, en aquella ciudad, además de ser un salvoconducto muy valioso. Sea como fuere, aquel acontecimiento precipitó la declaración de guerra de los mexicas, con Cuitláhuac al frente, ahora como nuevo líder.
Cortés y sus hombres lograron aguantar cerca de una semana a base de arcabuz y flechas. Hubieran sido menos, o incluso hubieran perecido, de no ser por sus aliados tlaxcaltecas y por la negativa de varios pueblos, anteriormente sometidos por Moctezuma, a sumarse a la causa azteca. La situación era insostenible de todos modos, por lo que Cortés urdió un plan para evadirse de la ciudad sin que sus enemigos se percatasen.
La noche del 30 de junio los españoles y tlaxcaltecas escapaban por un puente que habían hecho con tablas de madera para dirigirse a la calzada de Tlacopan, la salida más rápida de aquel infierno. La retaguardia de la expedición la ocupaban Alvarado y sus hombres de mayor confianza, como Martín de Gamboa o Juan Velázquez de León. La mala fortuna quiso que una anciana que se encontraba recogiendo agua en aquel momento advirtiese su presencia y diera la voz de alarma; en cuestión de minutos la ciudad se les había echado encima. Ahora era una huida a la desesperada.
Los que no murieron ahogados lo hicieron víctima de las flechas. los dardos envenenados y las lanzas aztecas. La artillería se perdió, al igual que buena parte del tesoro que llevaban los españoles, en las aguas del lago de Texcoco. Pero Cortés y sus hombres lucharon sin descanso, la vida estaba en juego. En la refriega destacó nuevamente María de Estrada, que, según el cronista Torquemada, "se entraba por los enemigos con tanto coraje y ánimo como si fuera uno de los más valientes hombres del mundo". Aquella noche pasaría a la historia como "La Noche Triste".
Al amanecer, los españoles y tlaxcaltecas que lograron escapar se reunieron en Popotla, tratando de reagrupar sus fuerzas. Cortés pudo comprobar la magnitud del desastre. Cerca de 8.000 aliados tlaxcaltecas habían perecido o desaparecido, y unos 700 españoles habían corrido idéntica suerte. Según el cronista Díaz del Castillo, al aguerrido conquistador extremeño "se le saltaron las lágrimas de los ojos". No tendría tiempo de lamentarse; los aztecas, junto a miles de aliados tepanecas iban a su caza.
Unos pocos otomíes, otro pueblo sometido por la tiranía azteca, les ayudaron a salir de aquella ratonera. Apretaron la marcha durante días, casi sin descanso, pero los aztecas no les daban tregua. La persecución era angustiosa, sucediéndose constantes escaramuzas que no permitían la más mínima relajación, por eso Cortés sabía que era inútil, ya que antes o después les darían alcance. Así que en la llanura de Otumba, el día 7 de julio de 1520, decidió plantarles cara. No cabía la rendición, pues significaba la muerte, probablemente en algún ritual de sacrificio.
Las fuerzas aztecas y de sus aliados siguen siendo objeto de discusión a día de hoy. Los cronistas españoles de la época, y estudiosos en la materia como W. H. Prescott, hablaban de 200.000 mexicas, pero esta cifra es harto improbable. Las cifras más aceptadas hablan de entre 40.000 y 60.000 aztecas y aliados, bajo el mando, y aquí tampoco hay un criterio único, bien del propio Cuitláhuac, bien de su principal jefe militar, Matlatzincatzin. Las fuerzas españolas oscilaban entre los 400 y los 600 hombres, y unos 1.000 tlaxcaltecas, a los que había que sumarse varios cientos más que habían acudido en su ayuda hasta alcanzar un total de unos 3.000 guerreros.
La desproporción de fuerzas era brutal. Sin artillería, en el fondo del lago Texcoco, casi sin caballería y sin opciones de recibir refuerzos, Cortés optó por situarse en una formación cerrada circular, ya que había sido rodeado por completo por los mexicas, y resistir como era costumbre española: los piqueros y rodeleros en las primeras filas, conteniendo al enemigo, y las arcabuceros, ballesteros y arqueros tlaxcaltecas detrás, soltando su carga para acabar con él. De esta forma Cortés pudo aguantar varias horas, donde incluso llegó a romper la formación enemigo gracias al arrojo de valientes como María de Estrada o del capitán tlaxcalteca Calmecahua.
Éste era hermano del líder tlaxcalteca Maxixcatzin, y le comunicó a Cortés que si lograban romper la formación mexica y matar a su jefe, inclinaría seguramente la balanza del lado español, ya que rara vez los pueblos mesoamericanos combatían sin su caudillo. Cortés no lo dudó, y junto a varios de sus hombres, como Juan de Salamanca, María de Estrada o Cristóbal de Olid, cabalgó rompiendo las líneas enemigas al grito de "Santiago y cierra, España", hasta llegar a Matlatzincatzin, momento que aprovechó Salamanca para clavarle una lanza y quitarle el estandarte de sus manos. Los atónicos aztecas huyeron despavoridos, tal y como había indicado Calmecahua.
La batalla de Otumba había llegado a su fin, y con ello la amenaza de persecución azteca. Los españoles habían perdido entre 60 y 80 hombres y sus aliados tlaxcaltecas varios cientos. Las bajas mexicas, por su parte, se contarán por miles, incluido su líder. Cortés se replegará con su hueste a Tlaxcala, territorio aliado, para poder descansar y reponerse de aquella epopeya.
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