Habían transcurrido ya seis años desde la gran victoria católica contra el Turco en la Batalla de Lepanto y el ardor guerrero de Alejandro Farnesio se volvía cada vez más difícil de contener, más aún tras la muerte de su mujer, María de Portugal, princesa de Parma. El joven príncipe ardía en deseos de acompañar a su tío don Juan de Austria, que había sido nombrado gobernador de los Países Bajos, y ayudarle en la complicada situación en la que se encontraba. Don Juan había tenido que huir de Bruselas el 13 de junio de 1577, ante las graves informaciones de un complot para asesinarle, y hacerse con el castillo de Namur, donde se refugiaría con los que aún le eran leales. El 15 de agosto don Juan, en una emotiva carta, solicitó el regreso de los soldados españoles, que habían abandonado los Países Bajos en virtud de los acuerdos alcanzados en la Paz de Gante y el Edicto Perpetuo. De igual forma, solicitó la llegada de su querido sobrino, Alejandro Farnesio.
Unas semanas antes, el 30 de junio, y con su esposa recién fallecida, Farnesio solicitó al rey que le emplease en algún "servicio". Tenía en mente el de Parma acudir a Flandes o embarcarse en la aventura que el rey Sebastián I de Portugal preparaba: la conquista del norte de África. Pero don Juan le reclamaba ante el rey Felipe II, y el 29 de agosto escribió a Farnesio solicitando que acudiese a Flandes a la mayor brevedad posible. Geoffrey Parker en su obra Felipe II, la biografía definitiva, apunta que en reunión del Consejo de Estado, el consejero Quiroga indicó al rey que "el príncipe de Parma estarían bien con el señor don Juan y podría ayudarle mucho", y además expuso el argumento que acabó de convencer al rey: "y lo que más importa es que si el señor don Juan faltas, no quedaría aquello desamparado como cuando murió el comendador mayor (Luis de Requesens), que ha sido la causa de venir a estos términos".
La situación en Flandes era crítica, tal es así, que don Juan había escrito el 15 de agosto una sentida carta en la que reclamaba la vuelta urgente de los infantes españoles. "A los magníficos, amados, y amigos míos, los capitanes y soldados de la mía infantería española que salió de los Estados de Flandes [...] Venid pues, amigos míos, mirad que no solo aguardo yo, sino también las iglesias, monasterios, religiosos y católicos cristianos, que tienen a su enemigo presente, con el cuchillo en la mano, y no os detenga el interés de lo mucho o poco que se os dejaré de pagar, pues será cosa muy ajena de vuestro valor preferir eso, que es miseria, a una ocasión donde con servir tanto a Dios y a S. M. podréis acrecentar la fama de vuestras hazañas, ganando perpetuo nombre de defensores de la fe". Y concluía don Juan con una última arenga: "a todos ruego que vengáis con la menor ropa y bagaje que pudiereis, que llegados acá no os faltarán de vuestros enemigos".