El Milagro de Empel

Guerreros: El Gran Duque de Alba (Parte I)



Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, fue el mejor militar de su tiempo, un auténtico guerrero al servicio de España y de sus reyes, al que la historiografía, principalmente anglosajona aunque también nacional, ha tratado injustamente, en gran parte por sus años como gobernador de los Países Bajos.

Pero lo cierto es que el duque de Alba fue un gran hombre de su tiempo; querido por sus hombres y temido por sus enemigos, un portento del arte de la guerra, con una inteligencia y astucia muy superior a la de sus rivales, lo que le llevó a no arriesgar de manera inútil hombres y recursos, y a vencer en todas las batallas en las que participó. Fue capaz de sacar el máximo partido a los exiguos recursos de los que dispuso, mediante una habilidosa planificación estratégica de todas sus campañas, basando su fuerza en la sorpresa, velocidad y un detallado estudio del terreno, con los que encadenó brillantes victorias a lo largo de cuatro décadas. 

Pero no solo fue un brillante militar, también fue un hombre de extraordinaria cultura, amante de los clásicos como Tácito, a quien leía con ahínco en latín, y del arte, reclutando a lo largo de toda su vida a grandes músicos, pintores y humanistas. Hablaba y leía perfectamente en latín, francés e italiano, y se defendía con soltura en el alemán, lo que le confería un inmenso valor en el terreno de la diplomacia. Fue un hombre con unos profundos valores caballerescos, inculcados por su abuelo Fadrique, y que le guiarían durante toda su vida. En definitiva, estamos ante un hombre de una talla y calado difícilmente comparables, un hombre que hizo del servicio a la Corona el más alto ideal al que un noble podía aspirar, un hombre que empequeñeció a grandes figuras de su tiempo y al que, tanto al final de su vida como después de su muerte, no se le llegó a hacer justicia. 

- La infancia del joven Fernando.

Fernando vino al mundo en Piedrahita, Ávila, el 29 de octubre de 1507, y su nombre le fue dado por sus padres, García Álvarez de Toledo y Beatriz de Pimentel, en honor al Rey Fernando El Católico, primo de su abuelo Fadrique, II duque de Alba. Éste se iba a convertir en la figura de referencia de Fernando, por lo que conviene reseñar algunas cuestiones sobre su figura. Fadrique nació en 1460 en Alba de Tormes y durante toda su vida estuvo vinculado a los Reyes Católicos. Sus ideales caballerescos estaban profundamente marcados por las corrientes italianas de la época, y su odio al infiel le vino en gran medida en la guerra de Granada, la cual entendió como una especie de cruzada. De los cinco hijos que tuvo, el mayor, García, cumplía los cánones del perfecto noble español, inculcados con rigor y disciplina por Fadrique. 

Cuando surgió la posibilidad de participar en una campaña en África, García no lo dudó y se embarcó en la empresa y, junto a Pedro Navarro, decidieron tomar la isla de Djerba o de los Gelves, un objetivo estratégico entre Túnez y Trípoli, que había caído recientemente en poder de los moros. Arribaron a su costas el 28 de agosto de 1510, pero fueron sorprendidos por los moros que les superaban ampliamente en número. García combatió con valor y arrojo, pero murió junto a sus hombres, algo que enorgulleció enormemente a Fadrique, su padre, que exclamó: "¡Oh, buen hijo!", al enterarse de la cantidad de enemigos que mató, según relata el gran amigo de juventud de Fernando Álvarez de Toledo, Garcilaso de la Vega. Fernando tenía por aquel entonces tres años de edad y quedaba al cargo de su abuelo, comenzando su instrucción de manera inmediata. 

Poco se sabe de su infancia, dado que, como en la mayoría de casos de personajes históricos españoles de esa época, no se registraban estas etapas de la vida, pues se consideraban de poca importancia. A pesar de esto, podemos imaginar, por el carácter que va a mostrar en su adultez, que su infancia tuvo que estar marcada por una educación severa y estricta, así por las numerosas campañas en las que acompañó a su abuelo, empezando por la toma de Navarra, cuando el pequeño Fernando apenas contaba con seis años. Se sabe que le encantaba estar presente en los campamentos militares y hablar con los soldados, quienes con el tiempo sintieron una profunda devoción por el que estaba llamado a convertirse en el gran general de su época. 

Como preceptor su abuelo escogió a Juan Luis Vives, un humanista muy amigo de Erasmo, pero Fadrique hubo de conformarse con un fraile dominico llamado Severo para el puesto. Amante de los clásicos, se esmeró en compartir sus conocimientos con el joven Fernando y desde luego lo hizo bien, ya que el futuro duque se convirtió en un latinista de categoría. El puesto de ayo, quien se encargaba de instruir en el arte de la guerra y de hacer las veces de amigo del noble en cuestión, recayó en la persona de Juan Boscán en 1520, y le acompañó hasta su muerte, en 1542. No escatimó esfuerzos Fadrique en la educación de su nieto, ni tampoco en que tuviera las mejores compañías posibles, prueba de ello son la residencia casi permanente en Alba de Tormes de grandes personajes como Alonso de Palencia o Garcilaso de la Vega, amigo inseparable de Fernando hasta muerte en 1536, en medio de la campaña de Carlos V en la región de Provenza. 

Ya de adolescente Fernando había acaparado vastos conocimientos tanto militares como económicos y administrativos. Antonio Ossorio en su Vida y hazañas de Don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, realiza una descripción del joven noble: "era alto y delgado, como la familia de su madre, de piel cetrina y nariz prominente". De su carácter Ossorio remarca que "estaba lleno de fogosidad y cólera" aunque mostraba un autocontrol impropio de su edad. William Maltby afirma que "se vestía bien, pero sin ostentación, bebía poco y su mesa era modesta. Sus intereses primeros eran los caballos, de los que tenía una excelente cuadra, y la guerra". Tal es la pasión que le suscita la guerra que con dieciséis años se unirá al Condestable de Castilla para participar en el asedio de Fuenterrabía. Allí demostró un arrojo sin parangón, unido a unas dotes para el mando impropias de su corta edad, pero que le hicieron granjearse el cariño y admiración de los hombres, y a ser nombrado gobernador del castillo de Fuenterrabía tras su toma. 

En sus primeros pasos militares ya se vislumbraron algunos de los rasgos que caracterizarían al Gran duque de Alba durante toda su carrera, tales como su obsesión por controlar el terreno, y golpear de manera rápida y brutal al enemigo, sin entrar en batallas campales que podían resultar impredecibles. Se sabe, que con diecisiete años participó en un duelo a espada por la atención de una dama, hecho que su amigo Garcilaso contaría en su Segunda Égloga. A los 22 años de edad, y mientras buscaba refugio en un molino contra una tormenta que se había desatado, mantuvo un encuentro con la hija del molinero. Fruto de éste, nacería Hernando, a quien no conocería hasta años después en un torneo de toros celebrado en honor del ya nombrado duque, y a quien reconoció de manera inmediata y le llevó a su casa, esmerándose notablemente en su educación, tal es así, que acabaría convirtiéndose en un hombre extremadamente culto y en un buen militar, siempre ensombrecido por la imponente figura de su padre. 

Duque de Alba. Copia de Rubens a un retrato de Tiziano. 1550

- La forja de un general. 

Con el fallecimiento de su abuelo Fadrique, el 18 de octubre de 1531, Fernando pasaría a obtener el título de III duque de Alba, y su primera reacción fue la de marchar a comienzos de 1532 a Bruselas, para unirse al emperador Carlos V. Al poco de partir hubo de detenerse pues había una orden de arresto contra Garcilaso, quien, como no podía ser de otra forma, acompañaba al joven duque en la campaña. Tras varios tiras y afloja, el duque prosiguió su camino con Garcilaso en su séquito, incumpliendo así una orden directa de la emperatriz, Isabel de Portugal. De Bruselas, donde llegaron con mucho retraso, hubieron de partir a Regensburg, donde el emperador celebraba Dieta para lograr la unión de los príncipes alemanes contra el Turco, que había llegado a las cercanías de Viena tras una serie de exitosas campañas en la segunda mitad de los años veinte. 

Garcilaso fue encarcelado por desobedecer a la emperatriz en una isla del Danubio, mientras que Fernando se ponía bajo las órdenes de Carlos V, que había logrado movilizar al ejército gracias al apoyo de última hora de la mayoría de los príncipes alemanes. Solimán I, mientras tanto, estaban embarcado en el asedio del fuerte de Güns, ubicado en la región montañosa de Köszeg, cerca de la región austriaca de Burgenland. No podía imaginar el todopoderoso sultán que aquella fortaleza aguantaría el asedio de su numeroso ejército durante casi un mes, lo que obligó a los otomanos a retirarse a sus posiciones más al sur, abandonando la idea de conquistar la zona del alto Danubio, lo que fue aprovechado por las tropas imperiales para atacar la retaguardia turca causando estragos en sus filas. El joven Fernando dirigió en estas acciones una compañías de caballos ligeros croatas. 

Terminada la amenaza turca, al menos hasta el siguiente año, Fernando acompañó al emperador como parte de su íntimo círculo de confianza, llegando a mandar la retaguardia del ejército que acompañó al emperador en otoño hacia Italia. Allí el emperador emprendió una serie de complejas negociaciones con el Papa Clemente VII hasta febrero de 1533,  cuando arrancó un acuerdo papal que no llegaría a cumplirse por parte de la cabeza de la Iglesia Católica, más afín a Francia, no obstante, logró casar a su sobrina, Catalina de Médicis, con el duque de Orleans, hijo de Francisco I, quien acababa de firmar un acuerdo de alianza con el Turco. Éste había emprendido las acciones en el Mediterráneo, actuando en las costas del Adriático con su escuadra oriental, y en el Mediterráneo occidental con la armada de Hayreddín Barbarroja, quien tenía su base en Argel, y desde donde tomaría Túnez tras deponer al aliado español, el Bey Muley Hassan. 

El joven duque dirigiría la caballería pesada para la operación que se iba a realizar en África, partiendo a comienzos de junio de 1535 con la flota desde Cerdeña. Llevaba con él a su hijo García, de tan solo 5 años de edad, como antes había hecho su abuelo con él. El 15 de junio llegó la armada, muy cerca de la fortaleza de La Goleta, que era la llave de entrada a Túnez. El 4 de julio el duque entró en acción, en unos pequeños combates contras más de 200 jinetes moros, y el 14 de ese mes participó en el asalto y toma de La Goleta, tal y como asegura Antonio Ossorio que el duque se empeñó con fiereza en la acción, causando el terror y la muerte entre los turcos. En la fortaleza había nada menos que 300 cañones franceses, lo que da una idea del compromiso de Francia con el Turco. El duque fue uno de los pocos nobles que insistieron en la necesidad de tomar Túnez, cuando la mayoría del consejo del emperador se oponía a ello. 

Finalmente se impuso el criterio de Fernando y el 20 de julio el ejército cristiano se dirigió hacia Túnez, mandando el duque la retaguardia. Durante la marcha, agotadora por el calor y la sed, las maltrechas fuerzas de Alba tuvieron que hacer frente al constante acoso de los hombres de Barbarroja. Éste había preparado sus fuerzas con la artillería en el centro, compuesta por 12 cañones, y entre tres y cuatro mil arcabuceros cubriendo los pozos de agua, mientras que la caballería la situó en los extremos de la formación. Por su parte, el ejército cristiano formaba con el emperador y su guardia en el centro, mientras que la infantería italiana se situó en la línea de costa, cubriendo el flanco izquierdo del ejército, y los infantes españoles en el derecho, junto a un extenso olivar. 

El 21 de julio los combates se desataron con la artillería de Barbarroja castigando las posiciones italianas. Por su parte, Carlos respondió cañoneando el centro de la formación mora. El propio caballo del emperador cayó víctima de una bala de cañón, lo que hace una idea de la dureza de los combates. Barbarroja ordenó atacar el centro cristiano, pero su ataque fue rechazado y, acto seguido, vino el contraataque del emperador. Las posiciones moras se tambaleaban cuando Barbarroja ordenó a su caballería flanquear a los infantes españoles, momento en que la caballería del duque hizo su aparición. El duque mantuvo en perfecto orden su formación, incluso en los momentos más complicados de los combates cuerpo a cuerpo, logrando derrotar a los jinetes enemigos sin caer en la tentación de salir detrás de ellos en su huida, lo que le hubiera supuesto muy probablemente perder a todas sus fuerzas. 

En esa acción el duque se ganó los galones de comandante agresivo y, a su vez, analítico y reflexivo. Barbarroja se refugió tras las murallas de Túnez ante la fuerza del ataque cristiano, pero huiría esa misma noche hacia Argel cuando los más de 5.000 esclavos cristianos cautivos en la alcazaba de la ciudad, se sublevaron, logrando contactar con el ejército del emperador. Tras esta victoria, el emperador se dirigió a Italia tras descartar un ataque contra Argel. Estando en Sicilia, llegaron malas noticias para el joven duque; su hermano Bernardino, quien le había acompañado en la Jornada de Túnez, había muerto. 

Jornada de Túnez. Tapiz de Jan Cornelisz

La pérdida de su hermano fue mitigada, en parte, por las celebraciones en Nápoles por la victoria contra el Turco, en las que siempre estuvo al lado de Carlos V, y sobre todo, por haber recuperado las armas que su padre había perdido 25 años atrás en Djerba, las cuales le fueron entregadas por el mismísimo emperador. El resto del año, y los primeros meses de 1536, los pasó el duque acompañando al emperador en sus viajes por Italia, confiado en recuperar las buenas relaciones con el papado con la subida a la silla de San Pedro de Paulo III. Durante esta época Fernando se hizo un hueco entre los más estrechos consejeros del emperador, pero sobre todo, fue capaz de lograr una red de contactos en Italia de notable importancia, no obstante su tío, Pedro de Toledo, era virrey de Nápoles y un firme defensor del joven duque. 

Las intrigas políticas dejaron paso a la planificación militar cuando Carlos, movido por el afán de frenar el expansionismo de Francisco I en el noroeste de Italia, pidió consejo para planificar un ataque contra Francia. Los más veteranos consejeros del emperador, entre ellos el general riojano Antonio de Leyva y el almirante genovés Andrea Doria, aconsejaban un ataque sobre Marsella, para acabar así con la flota francesa del Mediterráneo. Por su parte, el duque entendía que atacar una ciudad tan bien fortificada como Marsella era una locura, ya que daba tiempo a las maltrechas fuerzas francesas a reorganizarse. Por el contrario, un ataque sobre Lyon, ciudad rica y desprotegida, pillaría desprevenidas a las fuerzas francesas, que sería derrotadas sin problemas por el experimentado ejército imperial. 

La campaña fue un desastre de principio a fin, ya que las tensiones entre mandos, las indecisiones y los cambios de opinión del emperador, hicieron mella en el ejército, a lo que se sumó la imposibilidad de aprovisionamiento por el mar, tal y como Carlos había planificado. A esto había que sumarle el hostigamiento a las tropas imperiales por parte de la milicia francesa y hasta de los propios campesinos de la región. El emperador, una vez llegado ante los muros de la ciudad, entendió que el duque tenía razón, por lo que decidió emprender retirada. Aquí el duque jugó un papel fundamental, pues al frente de los tercios de Lombardía y Sicilia, algunos alemanes y la caballería ligera bajo el mando de Sancho de Leyva, logró contener los ataques franceses contra la retaguardia del grueso del ejército, logrando embarcar sano y salvo junto a los suyos el 11 de septiembre. La campaña fue un completo desastre, y en ella, además, perdieron la vida Antonio de Leyva y Garcilaso de la Vega, el gran amigo del duque. 

Los siguientes años transcurrieron con el duque maniobrando entre sus privilegios como noble y su lealtad a la Corona, sobre todo en los años en los que Carlos quiso aprobar un impuesto al consumo, conocido como "sisa". Alba supo mantener un doble juego; por un lado mostró una apariencia pública de apoyo al emperador, y por otro, más privado, mostró su disconformidad con esta mediad pues veía atacado principalmente los derechos de los nobles a la exención de impuestos. También se desplazó con el emperador para poner orden en la ciudad natal de éste, Gante, en la que había estallado una revuelta por la negativa al pago de impuestos. No solo eso, sino que los líderes de la revuelta le ofrecieron la provincia a Francisco I. Éste, en contra de lo pronosticable, se negó y además informó de la situación a Carlos, a quien autorizó a atravesar Francia, escoltándole personalmente de París a Valenciennes. La revuelta fue duramente reprimida y sus líderes fueron ejecutados. 

Para el verano de 1541 el duque se hallaba organizando la armada que debía tomar Argel. A esta empresa se habían opuesto gente como Doria o el marqués del Vasto, aduciendo que era una locura arriesgarse a un ataque que, como temprano, se podría llevar a cabo en el otoño de ese año. Además, los turcos habían tomado Budapest, por lo que el Papa también trató sin éxito de persuadir al emperador de que lo innecesario de aquella acción. Finalmente nada impidió que Alba partiera con más de 350 embarcaciones, incluyendo 65 galeras, y cerca de 30.000 soldados, incluyendo 8.000 infantes españoles. El duque apenas dispuso de tiempo para organizar aquella empresa y, cuando el 21 de octubre llegaron a las costas argelinas, una tormenta estuvo a punto de llevarse la flota a pique. Cuando al fin pudieron desembarcar el material de asedio quedó en los buques que, azotados por un nuevo temporal, no pudo ser descargado. En la ciudad, bien fortificada, apenas había unos 6.000 hombres para defenderla. La falta de víveres, municiones y cañones, hicieron al emperador tomar la decisión de levantar el asedio sobre la ciudad, en contra de la opinión, por ejemplo del veterano capitán Hernán Cortés, completando el embarque de tropas el 1 de noviembre, y emprendiendo un terrible viaje de regreso hasta Cartagena. 

No habría tiempo para lamentaciones pues Francisco I había roto hostilidades en enero de 1542 tomando Stenay, sobre el río Mosa. Carlos envió entonces al duque a Pamplona, temiendo un ataque francés sobre Navarra, pero el golpe habría de venir por Perpiñán. Así, de este modo, Alba partió hacia el Principado, donde en agosto de 1542 cayó un enorme ejército de 40.000 infantes y 4.000 jinetes, bajo el mando del delfín de Francia. El duque planteó una defensa muy inteligente; contaba tan solo con cuatro tercios de infantería y unos pocos escuadrones de caballos, por lo que salió de Perpiñán con el grueso de sus fuerzas estableciéndose a las afueras de Gerona donde, con libertad de movimientos, se dedicó a acosar a las fuerzas francesas que asediaron Perpiñán durante 40 días hasta que, mermado por las enfermedades y el acoso de los hombres de Alba, no tuvieron más remedio que levantar el asedio. 

Finiquitada la amenaza sobre territorio español, el frente se desplazó a Flandes. Amberes resistió gracias a la movilización de la población civil, al igual que Lovaina, donde los estudiantes jugaron un papel fundamental, mientras que Luxemburgo se salvó por la retirada de las fuerzas francesas ante sus graves problemas logísticos. Carlos reaccionó desplazándose a Flandes y buscando la alianza con Inglaterra, acuerdo que firmó el 11 de febrero de 1543, declarando Enrique VIII la guerra a Francia el 22 de mayo. Antes había dejado al duque como capitán general de las fuerzas en España, así como nuevo miembro del Consejo de Estado, pero le excluyó del consejo del príncipe Felipe. Los motivos los explicaba el emperador en una instrucción secreta que acompañaba a las Instrucciones del 1 de mayo que había dejado a su hijo Felipe que, tras la marcha su padre, quedaba como regente. Y es que Carlos no se fiaba no solo de Alba, sino de cualquier Grande de España, temeroso de que engatusaran a su hijo y le privaran de criterio propio. 

Lo cierto es que, a pesar del cargo de capitán general, la decisión de dejarle en España suponía un frenazo en la ascendente carrera militar del duque, considerado ya por muchos como uno de los mejores comandante del emperador en ese momento. Fernando protestó en diversas ocasiones sobre tal agravio, incluso exigiendo que se le cubriesen los gastos que abonó de su propio bolsillo durante el asedio de Perpiñán. Mientras el duque protestaba el emperador lograba una serie de brillantes victorias: Tomó Cléves, Jülich, Roermond, Güeldres y Straelen, todo ello mientras Felipe contraía matrimonio con María Manuela de Portugal, en noviembre de 1543, boda, por cierto, organizada por el duque de Alba, quien actuaría como padrino del príncipe. Ya en 1544, la victoria del emperador sobre los franceses, tras avanzar desde Metz con su ejército y el que traía Ferrante Gonzaga desde Italia, que llegó a amenazar la propia París, hizo que Alba fuera consultado sobre qué posesión se debía mantener, Milán o los Países Bajos, ya que con la Paz de Crépy el duque de Orleans debía contraer matrimonio a la elección del emperador, recibiendo como dote una de estas dos posesiones, en función de si se casaba con la infanta o con la archiduquesa.  

Escudo de armas del duque de Alba

- Del Toisón de Oro a las campañas de Alemania.

Alba argumentó que Milán era la llave del control de toda Italia, así como el acceso a los pasos alpinos que le comunicaban con el Imperio. Sin Milán no había nada. Los Países Bajos, a pesar de su riqueza, eran indefendibles a largo plazo, y su población era mucho más díscola y complicada que la de las posesiones italianas. La prematura muerte del duque de Orleans finiquitó este dilema. Un problema se resolvía pero se abría otro especialmente complejo; la cuestión protestante cobraba tintes cercanos a la guerra abierta, por lo que Alba fue llamado por el emperador para preparar una posible contienda. En Utrecht le impuso el Toisón de Oro junto a Filiberto de Saboya, el duque de Baviera o el conde de Egmont. Este era el más alto honor que la Casa de Borgoña concedía, y el duque de Alba, tras años de grandes servicios al emperador, era premiado con ello. Al fin se le distinguía como el gran noble que era. 

En abril regresó la Corte a Regensburg para la celebración de una nueva Dieta; el resultado más destacado de las celebraciones del emperador fue la concepción de quien estaba llamado a convertirse en uno de los más importantes generales españoles, Juan de Austria. El Concilio de Trento fue finalmente clausurado en julio, tras la negativa de los protestantes a participar en él y el estallido del conflicto. La Campaña del Danubio de 1546 fue un ejemplo de la táctica que el duque de Alba iba utilizar a lo largo de su larga carrera militar. Había estudiado a fondo la Batalla de Cerisoles y tenía muy presente que al ejército había que cuidarlo, pues resultaba harto complicado el reclutamiento y entrenamiento de buenos soldados, de tal modo que su conclusión fue muy clara: no presentar batalla a menos que se tenga una buena ventaja cualitativa o táctica. 

Los protestantes golpearon primero de la mano de un experimentado comandante. Schertlin von Bertenbach, mientras que las fuerzas del emperador se retiraron a la protección de la plaza de Landshut, ya que su ejército era la mitad que el protestante. No fue hasta mediados de agosto cuando llegaron los tan ansiados refuerzos; 15.000 soldados pagados por el Papa. De este modo el ejército imperial disponía ahora de 30.000 infantes y 5.000 caballos, más otros 10.000 hombres bajo el mando del conde de Buren, que permanecían protegiendo Aquisgrán, aunque a finales de agosto logró maniobrar y esquivar la vigilancia de las fuerzas protestantes para reunirse en Ingolstadt con Carlos y entregarle el dinero que los banqueros de Amberes le habían conseguido para financiar la campaña. De este modo se sucedieron en los siguientes días una serie de movimientos de ambos bandos que llevaron finalmente al ejército protestante a situarse en una posición bastante buena entre el río Danubio y el Schutter. 

Allí se creían invulnerables los protestantes, esperando un ataque frontal que, sin duda alguna, podría ser rechazado dada la excelente posición defensiva que tenían. Pero ese inmovilismo permitió a Alba situar sus fuerzas entre las de Buren y los protestantes, lanzando una encamisada la noche del 30 al 31 de agosto. Ante el cariz que empezaban a tomar los hechos, las fuerzas protestantes trataron de salir de aquella posición, convertida ahora en un atolladero. Así, el Landgrave de Hesse ordenó avanzar en formación de media luna al mismo tiempo que sus cañones martilleaban las posiciones imperiales. No fueron pocos los esfuerzos del duque y del propio emperador para mantener sus líneas, seriamente mermadas por los cañones enemigos. Pero el ataque fracasó y Alba ordenó al día siguiente levantar terraplenes para protegerse del fuego protestante. 

El 12 de septiembre el duque realizó un movimiento de diversión mientras el Tercio de Hungría y dos tercios italianos tomaban Neuburg, a unos 25 kilómetros al oeste de Ingolstadt, tras acabar con los 3.000 esguízaros que la protegían. Unos pocos días después, con dos compañías de alemanes, Alba tomaba la plaza de Rain, un puesto avanzado de los protestantes en el río Lech. Siguiendo con la buena estrella católica, Alba logró tomar la ciudad de Donauwörth tras su capitulación el 2 de octubre, y para finales de mes, un ejército bajo el mando de Mauricio de Sajonia y de Fernando I, rey de Hungría y hermano del emperador, invadieron los territorios del elector Juan Federico, en la Sajonia ernestina. Ante esto, y el avance imperial, el ejército de la Liga Esmalcalda emprendió la huida hacia el norte, y se tomó finalmente se consiguió la Rendición de Ulm el 23 de diciembre. 

Pero no hubo mucho tiempo para celebraciones, pues el elector Juan Federico de Sajonia volvía a la carga y recuperaba buena parte de los territorios que le habían sido ocupados, e incluso arrebató una parte de los de Mauricio, logrando una sonada victoria en Rochlitz el 2 de marzo de 1547, en la que tomó de prisionero a Alberto de Brandemburgo. El emperador y el duque reaccionaron de inmediato y lograron unirse a las fuerzas de Mauricio y de Fernando en Tischenreuth el 10 de abril. A partir de ese momento ambos ejercito comenzaron a seguirse siempre con el río Elba como separación hasta que, en la noche del 23 de abril se alcanzó la villa de Mülhberg. Gracias al genio militar de Alba, y al arrojo de los tercios españoles, se pudo lograr una impresionante victoria en la Batalla de Mülhberg

- La vuelta a la diplomacia.

El duque de Alba se había convertido en una de las cabezas más importantes de la corte de Carlos, y su estrella como comandante de ejércitos estaba en ascenso, habiéndose ganado sobradamente los galones con sus brillantes campañas en el Danubio y el Elba. Tras haberse ganado los galones sobradamente como general en Alemania, ahora volvía a las obligaciones diplomáticas en España, siendo enviado por el emperador con unas Instrucciones que, como nuevo mayordomo mayor, debía vigilar que se cumplieran. De esta forma partió a finales de enero de 1548 con ellas, con el objetivo de reformar la corte, tal y como era voluntad del rey, y preparar el camino de la regencia en España de Maximiliano, hijo de Fernando y, por tanto, sobrino de Carlos, ante el inminente viaje que éste había preparado a Felipe a sus posesiones en los Países Bajos. 

De este modo el poder del duque se acrecentó sobremanera, ya que su nuevo cargo le permitía estar al cargo de la disciplina y el protocolo de la corte, así como de los nombramientos de muchos de sus miembros, de tal forma que "sus derechos de patronazgo serían solo inferiores a los de la Corona", tal y como afirma Maltby. Llegado a España se reunió con Felipe en Alcalá, y desde allí viajaron juntos Valladolid, donde se reunirían las Cortes de Castilla. Como era de imaginar, las Cortes rechazaron aquella serie de cambios y la marcha de Felipe; mucho más frontal fue su oposición a la regencia de Maximiliano, cargando la nobleza contra el propio Alba al que acusaban de traicionar a Castilla. Pero la voluntad real era la que era y no había manera de cambiarla. A mediados de agosto la corte había sido reorganizada y la llegada de Maximiliano no causó el menor problema, es más, el respeto y la amabilidad fueron las líneas características de la acogida al nuevo regente. 

Antes de la partida hacia los Países Bajos junto a Felipe, Alba tuvo que hacer frente a la terrible noticia del fallecimiento a los 18 años de su hijo García, que había muerto por causas desconocidas en Alba de Tormes. Cuesta imaginar el estoicismo del duque, que se negó a celebrar cualquier duelo por poder esto retrasar su viaje a Flandes. De este modo, llegados a Barcelona, tomaron las galeras que les habrían de conducir a Génova, como era habitual. El viaje por los dominios del emperador duró dos años y medio, en los que el duque estuvo muy próximo a la figura del futuro rey de España, ofreciéndole apoyo y consejo. Y no es de extrañar que así fuese; el joven príncipe no encajó en una sociedad opulenta, carente de moral, y con una afición desmedida. Felipe no bebía, comía con moderación, no gustaba de festividades ni torneo, representando en estado puro la sobriedad castellana. Por su parte, los que habrían de ser sus súbditos, no le aceptaron de buen grado, considerándole pusilánime y despreocupado. 

Como mayordomo mayor contaba con un sueldo de 6.000 ducados anuales y tenía acceso ilimitado al príncipe. Si bien éste no disfrutaba de la compañía del duque, también sabía que su presencia era absolutamente indispensable. Este sentimiento de desagrado por la presencia de Alba fue creciendo a medida que la influencia de Ruy Gómez sobre Felipe crecía. Ruy había venido de Portugal como paje de la casa de la emperatriz, Isabel de Portugal, y de ahí pasó a ser el compañero de juegos del príncipe y, pasado un tiempo, fue nombrado camarero mayor de Felipe, un cargo que, si bien no ostentaba poder, al menos no mucho, sí le daba un acceso total al príncipe. Desde levantarle por las mañanas, hasta asistirle en todas las tareas necesarias a lo largo del día y, por supuesto, de la noche si la ocasión lo requería. De esta forma Ruy Gómez obtuvo el favor y el cariño del futuro rey, quien le veía casi como a un amigo, si esa palabra puede permitírsela un rey. 

Ruy Gómez de Silva

Con el paso del tiempo esto acabaría deviniendo en dos poderosas facciones; por un lado la de los Alba y los Toledo, encabezadas, como no, por el Gran Duque,  quien contaba con gente de tanto peso y prestigio como Pedro de Toledo, virrey de Nápoles, o Juan Álvarez de Toledo, cardenal-obispo de Santiago. Y por otro la de los Mendoza, encabezados por el que sería el suegro de Ruy, es decir, el padre de Ana de Mendoza y de la Cerda, el conde de Melito y duque de Francavilla, quien contaba con poderosos aliados como el marqués de Mondejar o el duque del Infantado. Pero por el momento el duque debía atender la figura del príncipe en los viajes por las posesiones familiares. Y no solo eso, el emperador le reclamaba de manera constante, pues necesitaba los consejos de su hombre de confianza. De esta forma, a mediados de 1550 regresaron a Augsburgo con motivo de la celebración de otra Dieta y, como en los casos anteriores, solo sirvió para reflejar la profunda brecha en la que se hallaba el imperio. 

No fue hasta comienzos del verano de 1551 cuando regresaron Alba y Felipe a España. Allí apenas pudo descansar durante unos meses ya que para 1552 su presencia era nuevamente requerida en Alemania debido a las disputas sucesorias al trono del Rey de Romanos. El emperador pretendía que, tras ceder el imperio a su hermano Fernando, a su muerte éste fuera sucedido por Felipe, y no por su hijo Maximiliano. Era comprensible el enfado no solo de Maximiliano, sino de otros príncipes alemanes recelosos de Felipe, quien no guardaba demasiadas simpatía por el estilo de vida germano. Así, antiguos aliados como Alberto de Brademburgo o Mauricio de Sajonia se unieron a Alberto de Prusia, Hans de Küstin y a Juan Alberto de Meklenburg en su alianza con Francia. Las hostilidades se rompieron en abril de 1552, mientras el emperador se encontraba en Innsbruck. 

- Del auxilio del emperador a las nupcias del príncipe.

La llamada de auxilio de Carlos fue respondida por el duque levantando un ejército de 7.000 hombres en España, según algunas fuentes como Antonio Ossorio, pagados de su propio bolsillo tras empeñar algunos bienes y rentas. La sola idea de que un ejército español conducido por el duque de Alba se dirigía a toda prisa contra los rebeldes, convenció a Mauricio de la necesidad de alcanzar un acuerdo, que firmó el 2 de agosto. Disuelta esta amenaza, aún quedaba la francesa. El condestable Anne de Montmorency se había excedido en sus atribuciones y había tomado Metz, una ciudad perteneciente al Imperio. Los franceses, con el duque de Guisa a la cabeza, habían fortificado excelentemente la ciudad y el otoño no era la mejor época precisamente para emprender una campaña de esas características. Por si esto no fuera suficiente, Alberto de Brandemburgo se hallaba en las proximidades de Metz con una fuerza de 15.000 hombres. 

Alba, que no estaba de acuerdo con la decisión de atacar Metz, tuvo que adaptarse a las circunstancias. Su primera acción fue atraerse a Alberto aprovechando su descontento con el rey francés. Solucionado este escollo se concentró en el bombardeo de la ciudad, que comenzó el 31 de octubre. El 10 de noviembre el asedio se cerró por tres partes, pero no se lograba abrir brecha. El 20 llegó el emperador con sus fuerzas, y el 28 se logró abrir brecha pero, para desazón de los sitiadores, los franceses habían levantado otro muro interior. El sitio se abandonó el 1 de enero de 1553, después de que las enfermedades, el frío y las disensiones internas socavasen las fuerzas imperiales. Este fracaso no mermó un ápice la confianza del emperador en el duque, consciente de lo improvisado del plan y de las dificultades de éste. El duque se retiró a Bruselas, donde permaneció unos meses junto a Carlos antes de reemprender el regreso a España en verano. 

Poco le duró nuevamente el descanso, pues en febrero de 1554 fue llamado por el emperador para preparar la boda de Felipe con María I de Inglaterra, hija de Catalina de Aragón y Eduardo VIII. Como mayordomo mayor le correspondían esas tareas, pero también le encargó Carlos la complicada misión de vigilar que los protestantes hostiles no entorpecieran los actos y, algo más delicado, que su propio hijo se comportase "del modo adecuado", consciente de la nefasta impresión que había causado en los Países Bajos. La comitiva principesca partió del puerto de La Coruña el 13 de julio y el 25 de julio se celebró la boda, en medio de una calma tensa. Sin duda alguna el éxito de que no hubiera incidentes se debió al buen hacer del duque, acompañado de su esposa esta vez, quien tuvo que pasar un auténtico calvario para alojar a todo el séquito de Felipe y mantener su seguridad, en un ejercicio de diplomacia y protocolo sin parangón. Estos servicios le fueron reconocidos por el emperador, no así por Felipe, quien estaba cada vez más influenciado por el ambicioso Ruy. 

Bibliografía: 

-El Gran Duque de Alba (William S. Maltby)

-Vida y Hazañas de Don Fernando Álvarez de Toledo, Duque de Alba (Antonio Ossorio)

-Las campañas del duque de Alba. De Fuenterrabía a Argel (Rubén Sáez Abad y Antonio Carrasco García)

-Las campañas del duque de Alba. Contra franceses y protestantes (Rubén Sáez Abad y Antonio Carrasco García)

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