El Milagro de Empel

Del Viaje a Flandes del Cardenal-Infante (Parte I)



"Fallecido el archiduque Alberto, que fue a trece de julio, el año de 1621; y habiendo pocos meses después renunciado la infanta Doña Isabel Clara Eugenia los Estados de Flandes en su sobrino, el Rey Don Felipe, Cuarto de este nombre, quedando su Alteza por gobernadora de ellos, se comenzó en aquellos estados, y a conocer en España cuán importante sería por muchas razones enviar a que los gobernase, a uno de los infantes sus hermanos, Don Carlos o Don Fernando."

Así comienza el Capítulo Primero del Memorable y Glorioso Viaje del Infante Cardenal D. Fernando de Austria, de Diego de Aedo y Gallart. Dada la importancia del cargo y la necesidad de que éste recayera en una persona de la absoluta confianza real y, sobre todo, del prestigio suficiente para el buen gobierno de los Países Bajos, se decidió enviar al cardenal-infante Fernando de Austria, arzobispo de Toledo, decisión publicada en mayo de 1631. A primeros de junio se nombró a los gentilhombres de Cámara, ayudantes, mayordomos, caballerizos, pajes y demás criados. 

Como no pudo salirse en agosto de ese año, se resolvió aplazar el viaje hasta la primavera de 1632. A comienzos de abril de dicho año partió Su Alteza a Barcelona, con la intención de "acabar las Cortes del Principado de Cataluña, que Su Majestad había comenzado el año de 1626 y estaban pendientes". Antes de ello hizo alto en Aranjuez, donde comió con sus hermanos, y con renombrados miembros de la aristocracia. De Aranjuez se dirigió a Valencia, donde llegó el 17 de abril, tras pasar por Almenara, Villar de Cañas, o Requena. Tras ocho días de estancia en Valencia, donde acudió a diversos festejos, partió el 25, entrando en el principado por Tortosa, y llegando a la ciudad de Barcelona el 3 de mayo. 

- Sobre la estancia de Su Alteza en Barcelona.

El 18 de mayo, tras celebrar el solio en el Convento de San Francisco, el rey "habilitó a su Alteza, dejándole juntamente por virrey y capitán general del principado de Cataluña, y condados de Rosellón y Cerdaña, con todo el poder y mano que Su Majestad mismo tenía". Aquella mismo noche llegó de Italia el marqués de Montenegro, que sería el maestre de campo general del ejército que se estaba levantando en Cataluña. El 24 de ese mes acudió el cardenal-infante a la Iglesia Mayor para jurar los fueros del principado, y a primeros de junio partió en galeras a la villa de Mataró. La víspera de San Juan, volviendo del campo, se encontró indispuesto y al día siguiente empeoró rápidamente, teniendo grandes calenturas que requirieron hasta cinco sangrados. Tras varios días de preocupación, en el que el pueblo se mostró muy consternado, comenzó a recuperarse estando "ya de todo punto bueno" el 20 de julio. 

Poco tiempo duraron las alegrías, ya que el 30 de julio moría su hermano, el infante Don Carlos, provocando una honda consternación en el cardenal-infante. Pero no había tiempo para los lamentos, puesto que el 1 de julio llegaba al puerto de Barcelona el marqués de Villafranca, general de las galeras de España, con 3 de las naves de su escuadra, que había quedado en el puerto de Santa María. Llegaban también 7 galeras de Sicilia con el duque de Alburquerque y 10 de Génova, con Juanetín Doria, todas ellas con la misión de llevar al cardenal-infante a Italia. Desde esos reinos llegaron igualmente 4.000 infantes napolitanos y 300 caballos ligeros a las órdenes del marqués de Campolataro. 

Por aquellas fechas llegó desde Flandes al Rosellon, atravesando toda Francia, el duque de Orleans, enfrentado con el rey de Francia, su hermano, por las políticas del cardenal Richelieu. Envió el duque al marqués de Fargis para departir con su Alteza algunos asuntos de sumo interés. Fueron semanas de frenética actividad política y militar, mandando poner en orden el ejército acantonado en el principado, al que se habían sumado 700 infantes procedentes de Castilla y Valencia, abonando las pagas de los soldados, algunas de ellas de su propio bolsillo, como las dadas a la caballería de Flandes que se encontraba allí, que no podía volver por Francia, por lo que dio "bastimentos por treinta días, acción propia de su cristiano, generoso y piadoso ánimo". 

El 22 de agosto de 1632 cayó la ciudad de Maastricht en manos de los holandeses bajo el mando de Federico Enrique de Nassau, una ciudad que con tanto esfuerzo de los ejércitos de la Monarquía Española se había recuperado a los rebeldes en 1579, tras un brillante asedio de casi cuatro meses conducido por Alejandro Farnesio. Esto aceleró los preparativos para que el cardenal-infante acudiese lo antes posible a los estados de Flandes. El tiempo pasaba y su Alteza aún no había partido hacia Italia, pues no se habían resuelto aún las Cortes, expirando la habilitación para ello el 17 de noviembre, debiendo el rey prolongarla para "acabarlas después por su persona". 

Don Fernando envió en diciembre a su confesor a Madrid, donde se aceleraban los preparativos para el viaje de su Alteza a Flandes por el Camino Español. El Consejo de Estado había dispuesto la partida de 14.000 infantes que habrían de partir con Don Fernando desde Italia. Los infantes en España eran levantados por el duque de Cardona en Aragón, el duque de Medina Sidonia y el de Osuna en Andalucía, el duque de Arcos y el marqués de Priego en Córdoba y Jaén, el duque de Béjar en Extremadura. Mientras se completaban los trabajos de partida, acudió el cardenal-infante a diversos festejos en su honor y, el día 11 de febrero suplicó la protección de la virgen en el santuario de Montserrat, para llevar a buen término la empresa que se le había encomendado. 

Grabado de 1707 del monasterio de Montserrat

El 15 volvió a Barcelona y comió en Martorell, donde se encontró con el duque de Veragua, que había vuelto de Flandes, para ultimar todos los asuntos del viaje, mientras que desde Madrid llegaban las órdenes de última hora. La actividad fue frenética durante el mes de marzo de 1633; cinco galeras de Sicilia llegaron al puerto de Tarragona con más de 800 infantes españoles que habrían de acompañar a su Alteza, uniéndose a otras dos más del mismo reino, a las diez de España, y a la patrona de Génova. 18 galeras se juntaron al final, siendo cargadas con los mantenimientos y municiones necesarios. Con todo listo, solo había que esperar que el tiempo fuera propicio, ya que a finales de marzo y comienzos de abril, "hacía muy malo, con unos levantes recios contrarios a la navegación, que traían la mar muy alborotada".

El 9 de abril se partió la mayor parte de la caballería del cardenal-infante hacia Milán, siguiendo el camino de Francia, mientras que el resto fue embarcando en los buques que habrían de partir desde Barcelona hacia Génova. Las juntas de pilotos se sucedían, tratando de determinar cuándo sería el mejor momento para partir hacia Italia, celebrándose la última el 10 de abril, y decidiendo que se zarparía al día siguiente, por ser los vientos apropiados para ello. Se embarcó lo que quedaba de provisiones y al amanecer del día 11 "se disparó la pieza de leva para que todos se pusieran a punto". Acudió Don Fernando a la iglesia de Santa María del Mar, y después a una iglesia donde se hallaba una imagen de Nuestra Señora de Montserrat, para pasar por palacio y salir a las siete de la tarde a embarcarse. 

A la marina y el muelle acudió el pueblo, las damas y los caballeros más notables de Barcelona, ya que por ahí iba en coche su Alteza, "vestido de corta y de felpa corta carmesí, con tan lindo aire, tanta gracia y majestad, que enterneció a todos, pidiendo a Dios con lágrimas que le diese buen viaje". En el muelle le esperaban en un esquife que le habría de llevar a su embarcación, la capitana de España, el marqués de Villafranca, general de las galeras de España, y el marqués del Viso, general de galeras de Sicilia. Una vez en la capitana el príncipe marqués de Montenegro le asistía con su consejo, compuesto por algunos de las más notables personas, como el marqués de Orani, hijo del duque de Pastrana, el conde de la Rivera, el vizconde de Puertollano, o el conde de Oñate, que formaba parte del Consejo de Estado de Felipe IV. 

- Sobre el viaje por mar a Génova. 

Don Fernando no llevó un séquito grande, pues debía ir ligero y en Flandes se le unirían las personas necesarias, por lo que quedó la mayor parte de su Casa en Madrid. Como se ha dicho, 800 infantes españoles iban con él para pasar a Lombardía, al igual que muchos caballeros aventureros españoles y napolitanos, incluso unos caballeros flamencos y alemanes que habían servido con la caballería del duque de Orleans, y a los que costeó el viaje de su propia mano. A pesar de que a última hora de la tarde se originó mucha mar, para medianoche el tiempo había mejorado y se hallaba la flota en las aguas de Cadaqués, donde hubieron de quedarse durante trece días debido al mal tiempo que les impedía a los pilotos tomar el golfo de Narbona. 

Allí pasó los días cazando y visitando el castillo de Rosas, haciendo entrega a su guarnición de municiones y vestimentas adecuadas. El 26, teniendo la mar a favor, partieron a mediodía, divisando las costas de Francia al día siguiente. No sin muchas dificultades lograron llegar a las aguas de Marsella, adelantándose el marqués del Viso con la capitana de Sicilia para dar aviso de la llegada del cardenal-infante. Poco después se incorporó a la armada la galera Santa María, de la escuadra de Génova, la cual llegaba con despachos procedentes de Alemania e Italia. Para el 30 la armada fondeó en las aguas de la isla de Santa Margarita, en la región de Provenza; posteriormente se dirigió a Niza, no sin antes dar aviso de la llegada al duque de Saboya, quien se dirigió a la costa con "mucha Nobleza y Caballería", subiendo a una falúa para dirigirse a la Real, donde fue recibido por su Alteza con todos los honores correspondientes. 

El 3 de mayo Don Fernando quiso devolver la visita al duque de Saboya, dirigiéndose al castillo acompañado del conde de Oñate, el marqués de Orani, y otros ilustres caballeros. Allí fueron agasajados como corresponde a su real persona, acompañándole después el duque hasta la Real, intercambiando el castillo y la armada "salvas reales tan gallardas, que parecía hundiese la mar y la tierra". A las cinco de la tarde el duque volvió a visitar a su Alteza, cargado de regalos y comida y vino para la flota, disfrutando de una comedia realizada por una compañía de representantes que iba en la escuadra de Nápoles. Como el tiempo mejoró notablemente, se decidió zarpar con la máxima presteza y aprovechar los vientos favorables, a eso de medianoche, pasando por Mónaco el día 4 de mayo, disparando cada castillo de la costa salvas para saludar y rendir tributo a la armada. 

De esta forma el día 5 llegó la armada a las costas de Génova, llegando en la patrona de la república el príncipe Doria junto a Francisco de Melo, embajador del rey allí, para besar la mano del cardenal infante. "Era cosa hermosa y vistosa tantas galeras tan ricamente adornadas, de tiendas, popas, estandartes, flámulas y gallardetes, eran en todas veintitrés, y entre ellas cuatro capitanas y otras tantas patronas, y con este orden y lucimiento se llegó a la Linterna de Génova", y al doblar su punta comenzó la ciudad a hacer de todos sus baluartes y torres una salva real muy grandiosa de más de doscientas piezas, y luego hicieron otra no menor todas las galeras y navíos que estaban en el muelle". Así llegó la Real al muelle de la huerta del  príncipe Doria, encargado de hospedar al cardenal infante durante su estancia en Génova. Salieron a recibir a su Alteza el Dux y todo el senado, nobleza y caballeros destacados de la república, con toda la pompa y honores propios del recibimiento al hermano del Rey. 

El Cardenal-infante, por Diego Velázquez

- De la estancia de Su Alteza en Génova. 

Como era habitual tras la llegada de una persona de tanta importancia como el cardenal infantes, los distintos príncipes italianos enviaron a sus embajadores para rendir pleitesía. De esta forma el día 6 de mayo recibió a los embajadores del estado de Milán, los marqueses Giovanni maría Visconti y César Visconti, y los condes Carlo Borromeo, Gerolamo Barbo y Giovanni Bautista Paniguerola. De igual forma llegó ese día a presentar sus respetos Martín de Aragón, uno de los mejores maestres de campo con los que contaba la Monarquía, en representación del duque de Feria, acompañado por los oficiales de su tercio. 

El 7 recibió al arzobispo de Génova, patriarca de Jerusalén, que acudía en representación del Papa, y en los sucesivos días fue recibiendo a los embajadores de los duques de Parma, de Módena y a los senadores de Milán, desempeñando una ingente actividad diplomática durante su estancia en la ciudad. El día 11 se terminó la construcción de un arco triunfal en Génova, siendo éste el momento elegido por el cardenal infante para hacer su entrada en público en la ciudad; eligió para la ocasión un carruaje descubierto de terciopelo verde bordado de oro, y a las cinco de la tarde hizo su aparición acompañado de la nobleza y los caballeros de su séquito. "En las calles por donde pasaba había dos hileras de soldados de un lado y del otro, que llegarían a cuatro mil hombres, y a la ida y a la vuelta hicieron muy grandes salvas". 

Visitó los templos del Duomo, San Ambrosio, la Compañía y la Anunciada, en cuyas cercanías se encontraba el arco, que contenía la siguiente inscripción: "Ferdinando Avstrio, Regia Fraterna Potestate, Exercitus, Classes, Terras, María, Bella, Pacem, Regenti". La inscripción estaba acompañada de distintas gestas y estatuas de valerosos hombres, y colgada del mismo se hallaba una espada desenvainada con un grabado que rezaba "Cvrvor Ad Messem". También había una corona que llevaba tallado "Ferro Scalpta", una balanza con un letrero que rezaba "AEqva Sim Mota", y un puño en el que se podía leer "Tegit Ac Terit".

De igual forma visitó el día 12 la muralla recientemente construida por lo genoveses que "ciñe todos los montes de donde la ciudad puede ser batida, y es tan grande el espacio, que tiene te circuito diez millas", y cuenta con sus "baluartes traveses, terraplenes y todos los demás requisitos". Al día siguiente visitó a la princesa Doria y el 16 de mayo celebró su vigésimo cuarto cumpleaños, en medio de una extraordinaria celebración. En el puerto se encontraban 37 galeras de las escuadras de España, Sicilia, Génova y las de la Señoría, que al caer la noche salieron a la mar y formaron en media luna, encendiendo gran cantidad de luminarias que parecía arder el cielo, mientras disparaban tres salvas reales. 

El cardenal-infante no tenía un minuto que perder, por lo que al día siguiente decidió partir por la tarde hacia Milán. El Dux, el senado y gran parte del pueblo acudieron a despedirle, tomando el camino hacia el estado a las cuatro de la tarde, mientras que las galeras de España abandonaron el puerto italiano con rumbo a Barcelona. Llegó el séquito a Ottagio a la noche, yendo muy ligeros y con buen paso, tal es así que a la noche siguiente llegaron a Novi Ligure, donde fueron a recibirle el duque de Feria y el cardenal Trivulzio, y al día siguiente entraron ya en el estado de Milán, y en la Raya le esperaban sus dos compañías de guarda, una de arcabuces y otra de lanzas. 

Antes de ir a comer a Tortona, en las inmediaciones de Alessandría, le estaba esperando el duque de Nochera, "valiente y bizarro soldado, maestre de campo general del ejército de Lombardía, con un escuadrón de cuatro mil infantes españoles y napolitanos, y algunas tropas de caballos; y va Su Alteza en uno muy lindo acompañado de muchos caballeros, y fue a dar vista a los escuadrones, y al emparejar con ellos, hicieron una salva real". Llegado a Tortona comió con el conde Piero Visconti, el conde Borromeo, y numerosa nobleza italiana deseosa de conocerle. También estaba una compañía de infantería española que iba a ponerse a sus órdenes, lo que era todo un orgullo para los hombres. Tras comer en el castillo de la ciudad, se dirigió a Voghera, donde durmió para, el día 20, pasar a Pavía. 

A las puertas de la ciudad fue recibido por el marqués de Torrecuso, con su tercio de infantería napolitana, acompañado de 500 caballos perfectamente formados, entrando con ellos por la puerta del río Tesino, donde se había tallado una inscripción que comenzaba así: "Serenissimo Principi Ferdinando Austriaco, vita ac morum innocentia vere infanti". La entrada en la ciudad se hizo de noche, con las calles repletas de luminarias y a la población agolpándose para poder ver al hermano del rey, el cual se dirigió al palacio y colegio fundado por el Papa Pío V, ordenando al duque de Feria partir de inmediato a Milán para encargarse de los preparativos de su llegada. El 22 de mayo quiso oír la misa en el convento de los agustinos de Pavía, y la tarde la pasó visitando el templo de Sertoli, convento de religiosos de San Bruno, muy próximo al lugar donde ocurrió la batalla de Pavía, hecho de armas que despertaba gran admiración en Don Fernando. 

Tapiz de la batalla de Pavía

- Don Fernando llega a Milán

El día 24 de mayo por la mañana, entre una gran expectación, el cardenal-infante abandonó Pavía en dirección a Milán, donde llegó a las cinco de la tarde. Allí le esperaban saludando su llegada con "música marcial de artillería, mosquetería y morteretes, así del castillo como de la ciudad". Encabezaba la comitiva la compañía de arcabuceros a caballo de la guardia de su Alteza, seguidos de "todos los títulos y caballeros riquísimamente vestidos y con muchas galas". Les seguían el Potesta, con los jueces y el vicario de capitán de justicia, y después los juristas y los "doce la provincia con su vicario" vestidos de librea blanca y carmesí. Tras éstos iban los fiscales reales y tribunales y oficiales. Y ya detrás, los duques de Feria y de Nochera, "con sus bastones de generales", y el príncipe Doria, y después "venía su Alteza, vestido de corto, con su espada al arcón de la silla, en un caballo bizarro, rucio, con tanta majestad y agrado, que todos no se hartaban de verle y echarle mil bendiciones". 

Tras Don Fernando venían nobles como el marqués de Orani, el conde de Oñate, el duque de Tursi o el conde de Puertollano, y detrás el resto del séquito. Para cerrar el acompañamiento marchaban cinco compañías de caballos, que eran dos de arcabuceros a caballo, dos de corazas y una de lanzas. La ciudad entera se había vestido con sus mejores galas, las calles estaban abarrotadas, "que bien mostró este fidelísimo pueblo lo que tenía de ver entrar por sus puertas al hermano de su Rey y Señor". La entrada se hizo por el arco triunfal de la Puerta Ticinese. Dos estatuas de Don Fernando se habían realizado para la ocasión: una vestida de príncipe "que ha de ser terror de los enemigos", y otra vestida de cardenal, "que como la monarquía austriaca tiene su principio y se mantiene de la piedad cristiana, querían dar a entender con esto que Su Majestad no podía elegir persona más a propósito para la defensa, conservación y aumento de su Monarquía, que a este príncipe lleno de valor y de piedad".

En el frontispicio del arco rezaba la siguiente inscripción: "Serenissimo Infanti Ferdinando Austriaco, S.R.E. Cardinali, Archiepiscopo Toletano, Hispaniarum primati, quod suo insubriam aduentu populos in spem integrae felicitatis erexerit, civitas mediolanensis boni ominis et obsequii monumentum". Continuó la comitiva por la puerta del Navillo, pasado el burgo, por donde se entraba al centro de la ciudad, y de allí pasaron a la plaza del Duomo, donde estaban erigidos dos grandes pedestales en honor a Carlos V y a su hijo, Felipe II, montados a caballo y empuñando sus bastones de mando, coronados de laurel y "vestidos a los heroico, puestos en forma de mandar ejércitos". 

Así, en medio del clamor popular, llegó su Alteza a la iglesia mayor de Milán, el Duomo, "que en grandeza y suntuosidad de edificio es de los mayores templos del mundo", entrando su Alteza en él para pedir por la empresa que su hermano le había encargado. Posteriormente se dirigió a palacio, donde comenzaría los "trabajos y cuidados del nuevo gobierno; ejercicio tan pesado para sus años, y cuanto ligero y fácil para su valor y prudencia". Para el día 26, día del Corpus, salió en procesión acompañado de la nobleza de la ciudad, y el 28 recibió al embajador de Venecia que, a pesar de la animadversión y las maniobras de esta república contra España, acudió a darle la bienvenida. También acudieron al día siguiente al castillo los embajadores de Florencia, Saboya, Parma, Génova, Luca y los siete cantones católicos. 

Durante todo el tiempo que estuvo en Milán trabajó sin descanso en los asuntos de estado, desarrollando una ingente labor diplomática y administrativa junto a su consejo de estado y guerra, compuesto por el duque de Feria, el conde de Oñate, el duque de Nochera, el marqués de Este, y su confesor. De este modo comenzaron los preparativos para reunir al ejército que habría de marchar a Alsacia bajo el mando del duque de Feria. En aquel momento disponía en Italia de 7.000 infantes españoles, por lo que mandó crear un tercio de 2.500 infantes escogidos, poniendo al frente al maestre de campo Juan Díaz Zamorano, "soldado viejo de valor y experiencia". De igual modo ordenó levantar dos regimientos de alemanes altos, bajo el mando de los coroneles Salm y Chamburgo. 

Reformó, así mismo, dos tercios de napolitanos con 4.000 infantes en total que llegaron a finales de junio, juntando algunos de éstos con el tercio del marqués de Torrecuso, que habría de partir con el duque, dejando al resto en Milán bajo el mando del maestre Gaspar de Toralto. También formó un tercio lombardo bajo el mando del conde de Paniguerola, que ya había mandado dos años antes un tercio de infantería napolitana. A comienzos de julio llegaron a Milán 1.000 caballos ligeros napolitanos, que se unieron a los del estado. Con estas fuerzas nombró cinco compañías bajo el mando de Gerardo Gambacorta, el conde de Fuenclara, Pedro de Villamor, Pedro Pozo, y Bartolomé Domínguez. A estas fuerzas se debían de unir 4.000 infantes y 500 caballos que se estaban levantando en Borgoña. 

La creación de tan potente ejército levantó los recelos de algunos de los príncipes italianos, fundamentalmente el duque de Parma, que solicitó hombres a Francia, que no tuvo reparos en enviárselos. Llegó por aquellos días el marqués de Celada desde Flandes, enviado por la infanta Isabel Clara Eugenia, para dar la bienvenida a su Alteza; iba también el maestre de campo Pedro de Ávila, caballero de la orden de Calatrava y hermano del marqués de las Navas. Mientras tanto, a toda prisa pero con toda la diligencia y disposición posible, se iba reuniendo el ejército que debía marchar hacia Alsacia, para llevar a cabo la ambiciosa operación planificada desde Madrid, y en la que tantas esperanzas había puesto el conde duque de Olivares y el propio Felipe IV para recuperar la iniciativa en el frente de Alsacia y Lorena y la línea del Rin. 

Con todo ya preparado, el 22 de agosto de 1633 partía el duque de Feria al frente del Ejército de Alsacia, compuesto por 10.000 infantes y 500 caballos, la mayoría de ellos soldados veteranos, a los que se debían unir en Alsacia otros dos tercios con 4.000 infantes borgoñones bajo el mando de los condes de La Tour y de Arberg, y 500 caballos. El gobierno de la caballería del Ejército de Alsacia recayó en el teniente general Gerardo Gambacorta, uno de los mejores comandantes con los que contaba la Monarquía Española, mientras que a cargo de la artillería se puso al conde Juan Cervellón, que era comisario general del Estado de Milán. Como maestre de campo general estaba Tiberio Brancaccio. 

Toma de Rheinfelden por el duque de Feria. Vicente Carducho

La partida de este ejército respondía a la necesidad de recuperar la iniciativa en Alsacia, tras la intervención sueca en dicho territorio y a lo largo de toda la línea del Rin, y llevar al cardenal infante hasta Flandes, algo que posteriormente se descartó por el peligro que representaban esos territorios en los que el emperador no podía garantizar la seguridad del hermano del rey. De igual forma, y ante la cada vez más creciente hostilidad francesa en la región de Lorena, era necesario enviar allí una fuerza que contuviese las intrigas y el expansionismo de Francia. 

Lo cierto es que una vez el duque y sus hombres abandonaron Milán, se calmaron los recelos que se habían despertado entre algunos duques y repúblicas, sobre todo en la de Venecia. El cardenal infante pasó los últimos días de agosto con varios padecimientos, fruto del gran calor que se vivió en aquellos días en el estado. Una vez recuperado, envió al conde de Oñate a Alemania en embajada extraordinaria, llegando al poco el duque de Tursis en calidad de embajador del rey, y fray Lelio Brancaccio, que ocupar un lugar en su consejo de estado y guerra, tras haber servido como maestre de campo general en Flandes, que llegaba a su vez acompañado del cardenal Albornoz de Roma. 

También recibió Don Fernando la visita de la duquesa de Mantua, que era su prima hermana, advirtiendo de las intrigas francesas con el duque de Nevers, por lo que fue señalada con mil quinientos escudos de alimentos cada mes. Prosiguió con los preparativos para su partida al encuentro del duque de Feria, que habría de ser el 18 de noviembre, cuando llegaron avisos de la partida del duque de Feria hacia Suabia y Baviera por el peligro que estos territorios corrían con la llegada del ejército protestante de Bernardo de Weimar. Tan solo unos días después su Alteza cayó enfermo "de un corrimiento terrible al pecho, que le causaba tan grandísima tos, que no le dejaba sosegar de noche ni de día, y a ello se juntó una calentura con gran crecimiento todos los días". Así estuvo hasta el 13 de diciembre, que se levantó por su propio pie para recibir la triste noticia del fallecimiento de su tía, Isabel Clara Eugenia, el día 1 de ese mes. 

Quedó como gobernador hasta la llegada de Don Fernando el marqués de Aytona, hombre en que se "juntaban el valor, vigilancia, prudencia, y otras muchas bizarras partes", por orden del rey, "con general contento del país, portándose con tanto acierto, que prosperó las cosas del gobierno, frenando el modo licencioso de algunos, y a las armas de su Majestad restituyó, como ya lo había comenzado a hacer el año antecedente, en su antiguo lustre y reputación, con gran confusión y decaimiento del enemigo". Y así concluyó el año 1633, con la muerte de la infanta Isabel, el duque de Feria retornando a Baviera para descansar en los cuarteles de invierno que Maximiliano de Baviera había dispuesto para él, y con el cardenal infante deseoso de marchar hacia Flandes y ocupar el cargo que su hermano, el Rey, había dispuesto para él.


Bibliografía:

- El memorable y glorioso viaje del Infante Cardenal D. Fernando de Austria (Diego de Aedo y Gallart)

- El ejército de Alsacia 1633/1634 (Carlos de la Rocha)

- La Guerra de los Treinta Años (Geoffrey Parker)




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