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Batalla de Jemmingen
El 21 de julio del año 1568 las fuerzas del imperio español, bajo el mando de Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, duque de Alba, obtenían una aplastante victoria contra el ejército rebelde holandés de Luis de Nassau en la villa alemana de Jemmingen.
Hacía menos de un año que el duque de Alba había llegado a Flandes a través del Camino Español, dispuesto a sofocar las revueltas calvinistas que habían dado inicio a la Guerra de los 80 años. El duque estaba alarmado por la situación que estaba presenciando en esos momentos: Guillermo de Orange había organizado un poderoso ejército con mercenarios alemanes que acababa de invadir Groningen. Durante el transcurso de ésta, el Tercio Viejo de Cerdeña se vio sorprendido en los alrededores de Heilergerlee y la mitad de sus hombres pereció en la contienda.
La situación exigía actuar con celeridad, por lo que el duque de Alba organizó rápidamente a sus otros dos Tercios Viejos: el de Sicilia, bajo el mando del maestre de campo Julián Romero, y el Lombardía, que mandaba el maestre Sancho de Londoño, y que irían en vanguardia. A éstos había que sumarle tropas valonas y las de los alemanes del conde de Mega, sumando un total de casi 12.000 soldados y unos 3.000 jinetes. Con todo ya preparado el comandante español se puso en marcha y llegó hasta Groningen el 15 de julio.
Luis de Nassau, uno de los generales que había comandado el ataque sobre el Tercio de Cerdeña, veía cómo el contingente español se le echaba encima. Optó por huir de allí, puesto que el terreno, que era campo abierto, era propicio para los tercios, muy superiores tácticamente a los rebeldes. En su lugar se refugió en la localidad de Jemmingen, una villa situada entre dos ríos: el Ems y el Dollert, que ofrecía a priori una excelente posición defensiva, dado que ambos ríos disponían de esclusas con las que anegar rápidamente los terrenos circundantes haciéndolos impracticables.
Las fuerzas de Nassau ascendían a 10.000 soldados, más de 2.000 jinetes, y 16 piezas de artillería. Bien parapetados y a la espera de la llegada de las tropas del duque, el líder rebelde dio orden de apostar unos cuantos hombres en los puentes y en cuanto éstos vieran aparecer a la vanguardia del ejército imperial, abrir las esclusas. El duque sabía que era imprescindible evitar esto, así que mandó hacerse con esas posiciones con la máxima urgencia.
Al frente de los hombres encargados de tan crucial tarea iba el capitán Sancho Dávila junto a Alonso de Vargas y 3 decenas de jinetes, seguidos de 500 arcabuceros de las compañías de los capitanes Marcos de Toledo, Hernando de Añasco y Diego Enríquez. Para cerrar la formación marchaban 500 arcabuceros del Tercio de Lombardía y otros 500 del Tercio de Sicilia, acompañados de 300 mosqueteros de refuerzo. En total 1.800 hombres con la misión de hacerse con el control de los puentes.
Se adelantaron entonces los capitanes Dávila, Toledo, Enríquez y Añasco, junto a unos cuantos jinetes más, para reconocer el terreno y evitar que los rebeldes anegasen por completo la campiña. Aprovechando la noche cargaron contra el primero de los puentes. Los rebeldes habían abierto las esclusas pero fueron puestos rápidamente en fuga por los jinetes españoles. Uno a uno fueron tomando los puentes y cerrando las esclusas abiertas hasta que al amanecer del día 21 se hicieron con el último. El camino a Jemmingen se abría.
Nassau montó en cólera al ver su estratagema desbaratada, por lo que ordenó que partiese un contingente de 4.000 soldados para echar a los españoles de allí. Dávila y los suyos, que no sumaban más de 50 hombres, se aprestaron a defender la posición a toda costa. Arcabuz en mano y, aprovechando la estrechez de los pasos, repelieron cada uno de los intentos rebeldes de recuperarlos.
Mientras tanto, a unos 2 kilómetros de distancia, los 1.800 hombres de Londoño y Romero trataban de llegar a la posición de los jinetes españoles que defendían el último puente sobre Jemmingen. El avance era lento y penoso ya que, aunque las esclusas estaban cerradas, los rebeldes habían vertido suficiente agua como para convertir el terreno en un lodazal. Además se encontraban expuestos a morir ahogados si las fuerzas de Nassau conseguían su objetivo.
De esta forma, con el agua a la altura de las rodillas, lograron llegar hasta los agotados héroes que habían resistido más de media hora contra una horda de 4.000 soldados. Ahora, en perfecta formación, se lanzaban a por las fuerzas rebeldes que se retiraban a las posiciones del grueso del ejército de Nassau. Romero y Londoño resolvieron dar cuenta de ellos, confiados en que a retaguardia avanzaba el duque de Alba.
A éste pidieron refuerzos los maestres de campo, pero el duque no les mandó ayuda alguna, por lo que insistieron en sus peticiones, demandando que la caballería les apoyase. Pero de nuevo el duque rehusó. Tenía el convencimiento de que Nassau, viendo a los Tercios Viejos solos, mandaría cargar con todo. Y así lo hizo. Los rebeldes estaban aún recomponiendo sus filas, formando en 2 cuerpos protegidos por trincheras y varias piezas de artillería, que pararon el avance de las fuerzas de Londoño y Romero.
El líder rebelde, viendo que el duque no acudía al auxilio de sus tercios, decidió abandonar su buena posición defensiva y pasar al ataque, tal y como el general español había pronosticado. De esta forma avanzaron a campo abierto los 12.000 soldados rebeldes, con la caballería en el flanco derecho y en evidente desorganización, puesto que, confiados en su abrumadora superioridad numérica, daban la victoria por sentada.
Pero los soldados eran duros, y también muy disciplinados, y sobre todo, eran los más diestros de su época en el manejo de las armas de fuego. Formaron en línea los arcabuceros españoles, con la compañía de mosquetes de Lope de Figueroa en la vanguardia. Una vez a tiro, el ejército rebelde se vio sorprendido por una terrible descarga de fuego, que se repitió hasta en 3 ocasiones más hasta que, completamente rota su formación, trató de ponerse a refugio de nuevo en sus posiciones iniciales.
Ahora 1.800 españoles perseguían a todo el ejército de Nassau. Lope de Figueroa, con unas cuantas decenas de jinetes con arcabuceros a sus espaldas, fue el primero en hostigar la retirada. Era imprescindible que los rebeldes no pudieran reorganizarse. Para mayor desesperación del general holandés, en ese momento hizo acto de presencia el duque de Alba con el resto de sus fuerzas cayendo como una avalancha sobre el flanco holandés.
Era las 2 de la tarde cuando Luis de Nassau y varios de sus oficiales emprendieron la huida disfrazados y cruzando a nado el Ems. La estampa era caótica: los rebeldes que no morían víctimas del acero y el plomo español, lo hacían ahogados en las aguas de los ríos que rodeaban aquellas tierras. Se cuenta que en Groningen tuvieron noticias de aquella derrota por la cantidad de sombreros de los mercenarios alemanes que bajaban por las aguas del Ems. La persecución duró todo el día.
La victoria española había sido total. Se calcula que de los 12.000 soldados que formaban el contingente holandés, murieron entre 7.000 y 9.000 hombres. Se apresaron las 16 piezas artilleras rebeldes, así como 20 banderas enemigas y casi 1.500 caballos, por no hablar de un valioso botín que serviría para compensar el esfuerzo realizado. Al día siguiente las compañías de Lope de Figueroa, Gaspar de Robles y Monsier de Hierges, continuaron la persecución de los restos rebeldes. Las bajas españolas apenas ascendieron a 80 muertos y unos 300 heridos.
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