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Guerreros: El Gran Duque de Alba (Parte III)

 


La toma de la ciudad de Brielle por parte del Los Mendigos del Mar y la derrota del conde de Bossu en su intento por recuperarla, dieron lugar a una serie de adhesiones a la causa rebelde que traerían nefastas consecuencias para los intereses de la Monarquía Española, aunque éstas, no las sufriría el duque de Alba por mucho más tiempo. 

Los primeros movimientos del duque ante esto fueron la recluta de diversas compañías valonas que fueron puestas bajo el mando de Cristóbal de Mondragón, y guarnicionar las plazas de Holanda y Zelanda. También escribió al rey pidiendo más dinero. Los planes de los Nassau pasaban por el avance de los Mendigos, en combinación con la entrada desde Alemania de Guillermo y la de Luis, haciendo lo propio desde Francia en compañía de los hugonotes. El 24 de mayo de 1572, el pequeño de los Nassau capturó la ciudad de Mons tras un ardid de los partidarios de Orange que había dentro de la ciudad, y la llegada de refuerzos bajo el mando de Mos de Genlis y François de la Noue. La pérdida de Mons era un problema de graves proporciones, ya que proporcionaba una ruta directa entre Bruselas y Francia. 

La apertura de este segundo frente por parte de Luis de Nassau dejó a Alba en una situación delicada, ya que solo disponía de 7.000 hombres a los que se les adeudaban varias pagas, y, para colmo, al otro lado del Rin el ejército de Guillermo cada día era más numeroso. No tardaron sus enemigos en la Corte en usar esto contra él, mientras que el duque de Medinaceli llegaba a los Países Bajos con la consigna de ofrecer un perdón general que pusiera fin a la revuelta. Pero Alba, a pesar de contar ya con 65 años, no iba a ser presa fácil ni para sus detractores en España, y mucho menos para sus enemigos en Flandes. Logró obtener 200.000 ducados de Cósimo de Médicis, y trajo a las tropas alemanas de Frundsberg y Eberstein, y llamó a su hijo Fadrique, que se hallaba socorriendo Middelburg de los Mendigos, para que se dirigiera a toda prisa a recuperar Mons. 

Fadrique, asistido por Chiappino Vitelli y Julián Romero, llegó a las cercanías de Mons y se desplegó vigilando los pasos y evitando que la ciudad pudiera recibir refuerzos. Era lo único que podía hacer, dado que no contaba con artillería para asediarla. Medinaceli ya había llegado por esas fechas, y las relaciones entre ambos duques eran malas, no obstante, la experiencia militar de Medinaceli era escasa, y no podría haber sido capaz de enfrentarse a una situación tan crítica por sí solo. Las relaciones se tensaron más cuando Alba se negó a suprimir la alcabala del diez por ciento, ni siquiera cuando el propio rey Felipe había despachado una orden por escrito el 29 de julio de 1572. Con este panorama llegaron a finales de agosto ambos duques a Mons, acompañados de casi 40 cañones y 8.000 hombres. 

La entrada de Guillermo en los Países Bajos no resultó ser la amenaza que se esperaba, ya que el de Orange perdió un valioso tiempo en tratar de tomar el castillo de Weert, no logrando llegar antes de que Alba plantase sus baterías y estableciera formalmente el asedio. La matanza del Día de San Bartolomé, ejecutada durante la noche del 23 al 24 de agosto, y que supuso la ejecución de Gaspar de Coligny, líder de los hugonotes, junto con muchos de sus partidarios, causó un enorme alivio en el duque, ya que temía que el rey Carlos IX acabase entrando en guerra contra España instigado por Coligny. La incapacidad de Guillermo de romper el asedio acabó llevando a la capitulación de Mons el 19 de septiembre, saliendo las tropas el día 21 las tropas bajo la promesa de los soldados hugonotes de no volver a luchar contra las armas de España. 

Tras esta victoria, tocaba reducir a las ciudades que habían abierto sus puertas a los Mendigos o a Guillermo. La primera fue Malinas, entre Amberes y Bruselas, donde el de Orange se había refugiado tras su marcha de Mons. El 30 de septiembre se plantaron las baterías y se exigió la entrega de las tropas rebeldes, las cuales abandonaron la ciudad aprovechando la noche, algo de lo que no se percataron las tropas realistas que, tras no recibir respuesta del Consejo de la ciudad, entraron a degüello en ella, saqueándola sin piedad. Lovaina y Termonde no quisieron correr la suerte de Malinas y abrieron sus puertas a las tropas del duque. El siguiente destino sería Nimega, en la provincia de Güeldres, en la orilla sur del río Waal, donde estableció su cuartel general. Desde allí siguió hacia el norte y mandó a su hijo Fadrique hacerse con Zutphen, en la margen oriental del río Ijssel. La ciudad presentó una débil resistencia, lo suficiente para ser sometida a saqueo por las tropas realistas. 

Para octubre de 1572, tan solo Holanda y algunas plazas de Zelanda seguían en rebeldía. Aun así, los holandeses trataron de sitiar la villa de Goes, defendida por 200 españoles y 150 valones bajo el mando del capitán Isidro Pacheco. El encargado de la operación de asedio fue Jerome de Tseraart, gobernador de Flesinga. Pero el duque no iba a consentir que la plaza cayese en manos rebeldes, por lo que ordenó a Cristóbal de Mondragón socorrerla. Dicho y hecho. Mondragón, en una acción propia de las hazañas mitológicas, socorrió Goes el 21 de octubre, tras cruzar el Escalda con la marea baja. A su vez, Fadrique avanzó hacia el oeste, con intención de internarse en Holanda. En Amersfoort, a menos de 50 kilómetros al este de Ámsterdam, Fadrique estableció su base y desde allí envió un contingente para recuperar Naarden. La ciudad se resistió y fue sometida a saqueo. Varias versiones existen sobre los hechos, aunque las únicas presenciales fueron las de Bernardino y del propio Fadrique. Los holandeses aprovecharon para extender el rumor de que los españoles no habían permitido la rendición de los rebeldes y habían arrasado la ciudad, lo que llevó a otras poblaciones holandesas a pensar que el único camino posible era la resistencia hasta el final. 

Tras esto, se dirigió Fadrique a Ámsterdam, la principal ciudad realista en Holanda, con una población de 30.000 hombres y una guarnición compuesta por 4 banderas católicas leales, que estaba siendo asediada, sin éxito, por los Mendigos. Pero el problema no era éste, sino la rebeldía de Haarlem, la segunda ciudad en población más importante de Holanda. La ciudad se hallaba bajo un gobierno calvinista dirigido por el capitán Wibold van Ripperda, quien solicitó tropas a Guillermo de Orange en previsión de un posible ataque de las fuerzas del duque de Alba. La llegada de refuerzos bajo el mando del coronel protestante Müller, y del plenipotenciario del príncipe de Orange, Philips van Marnix, bastaron para que el gobierno de la ciudad emprendiese una cacería de católicos, llegando a ejecutar hasta a los parlamentarios enviados por Haarlem a Ámsterdam para escuchar las propuestas negociadoras de los españoles. 

Alba ordenó a Fadrique recuperar la ciudad a cualquier precio y éste se puso manos a la obra. La llegada a Haarlem no era nada fácil, pues a pesar de encontrarse a unos 20 kilómetros al oeste de Ámsterdam, el camino había de hacerse a través de un dique que corría entre las aguas del mar interior de Haarlemmermeer y las del río Ij. Para complicar más las cosas, las fuertes nevadas de diciembre complicaban cualquier avance y el fuerte de Spaarndam se interponía en el camino, pero las fuerzas de Fadrique descubrieron un dique sumergido y lograron pasar, sorprendiendo a la guarnición del fuerte y dejando de esta manera el camino a Haarlem expedito. El asedio se inició formalmente el 12 de diciembre de 1572 y mientras esto ocurría, las disputas entre Alba y el duque de Medinaceli seguían creciendo. Cuando este último regresó a España a finales de noviembre, no escatimó en ataques al veterano general por toda la Corte. 

Mapa de época de Haarlem 

De todas formas no eran éstos sus mayores problemas, ya que el duque caería enfermo en diciembre y estaría postrado en cama en Nimega hasta mediados de enero de 1573. Mientras seguía la enconada resistencia de Haarlem, el duque hubo de lidiar con una posible amenaza en forma de ayuda inglesa al príncipe de Orange, pero finalmente, y demostrando de nuevo sus habilidades diplomáticas, logró sellar un acuerdo con los ingleses en marzo de ese año. Las semanas pasaban y la situación en Haarlem cada vez era más comprometida, lo que aprovecharon los enemigos del duque en la Corte, que lograron convencer al rey de la necesidad de enviar un nuevo gobernador a los Países Bajos. Alba escribió a su hijo que "si alzaba el campo sin rendir la plaza, no lo tendría por hijo suyo; que si moría en el asedio él iría en persona a reemplazarle aunque estuviese enfermo y en cama; y que si faltaban los dos, iría de España su madre a hacer la guerra". Finalmente, la entrada en acción de una flota bajo el mando del conde de Bossu, inclinó la balanza del lado español cuando se hicieron con el mar de Haarlem y aislaron por completo la ciudad, que fue rendida el 14 de julio de 1573, poniéndose formalmente fin al Asedio de Haarlem

Pero no solo ocupaban al duque los asuntos militares o las intrigas en la Corte contra su persona. Desde Flandes llegaban quejas también al rey contra el autoritarismo del duque, casi siempre relacionadas con el Tribunal de Tumultos, y ante las cuales se quejaba amargamente en carta al propio Felipe II el 16 de abril de 1573: "No hay caso civil o criminal que no se venda como la carne en la carnicería". Por si no hubiera suficientes problemas, los soldados españoles, que llevaban más de dos años sin cobrar sus pagas, se amotinaron al poco de ganar Haarlem, la cual había sido librada por el duque del "normal" saqueo según los usos de la guerra. El duque pronunciaría un sentido discurso a sus españoles el 30 de julio: "Sois soldados de Dios, del Rey de España, de la nación, y ante todo míos, por cada uno de los cuales derramaría yo la sangre que me queda sin dejar gota en mi cuerpo. No desearéis que nos convirtamos, vosotros y yo, en el hazmerreír y el oprobio de otras naciones". 

Pero ni los discursos del propio Alba bastaron para aplacar el descontento de los infantes españoles, y como desde la Corte se bloqueaban constantemente los fondos para sus campañas, el duque tuvo que ofrecerse como rehén de sus soldados y abonarles a cada uno 30 escudos, lo que sirvió, junto con su propia autoridad, para aplacar la furia de éstos. A comienzos de agosto llegó la noticia del fallecimiento de su eterno rival, Ruy Gómez, que había muerto en Madrid el 29 de julio. Sin duda hubo de ser un alivio para el duque la desaparición del príncipe de Éboli, que tantos sinsabores y tantas noches de desvelo le había ocasionado. Aunque bien es cierto que sus partidarios seguían en puestos importantes de la Corte y no iban a dejar que el duque pudiera restablecer su figura y su influencia sobre el rey así como así, por lo que pocas cosas cambiarían. 

Tras pasar el verano, el siguiente objetivo sería la ciudad de Alkmaar, a poco más de 30 kilómetros al norte de Haarlem y que permanecía en rebeldía para sorpresa del duque. Allí se dirigió Fadrique, cansado y enfermo, con una fuerza de 16.000 hombres, llegando a las proximidades de la ciudad el 21 de agosto, la cual estaba defendida por una guarnición de más de 2.000 hombres bajo el mando de Jacob Cabeliau. La plaza contaba con unas modernas fortificaciones que seguían la traza italiana y un gran foso cubierto de agua, lo que la convertía en un objetivo muy difícil de batir. Pero Fadrique, que hubo de ser llevado en carro durante el viaje, había recibido la orden de tomar Almaar, y a ello se puso junto a sus hombres. Los trabajos de asedio eran especialmente complejos dado el pantanoso terreno y, para cuando la artillería había logrado batir una parte de la muralla, el asalto general fue rechazado por los defensores, a los que auxiliaba la población, en la creencia de que, de tomarse la ciudad, les matarían a todos. 

Otro asalto general ordenó Fadrique, y nuevamente éste fue rechazado, y para cuando el general español planteó la posibilidad de un tercer ataque, su consejo lo desautorizó alegando la enorme pérdida de vidas que había sufrido el ejército hasta la fecha, cerca del millar, la llegada del invierno, y la apertura de los diques, que anegarían los campos y destruirían las obras de asedio y ahogarían a muchos hombres. Así, el 8 de octubre, Fadrique dio la orden de levantar el sitio. La situación de los Alba en Flandes era ya insostenible. En la carta que el  duque escribió a Antonio de Toledo, con fecha de 23 de octubre de 1573, se podía apreciar con toda su descarnada crudeza el hastío de Fernando con el gobierno de los Países Bajos: "Por el amor de Dios, libradme de este gobierno y sacadme de él, y cuando no pueda hacerse de otro modo, hacedlo enviando a alguien que me dispare con un arcabuz".

-El final del gobierno de los Países Bajos. La vuelta a España

En estas circunstancias recibió el duque a Luis de Requesens en Bruselas el 17 de noviembre, haciendo gala de una extraordinaria cortesía para con el que sería el nuevo gobernador, a pesar de que éste había estado alineado en el bando de Ruy Gómez. El duque quería abandonar cuanto antes los Países Bajos y el 19 de diciembre, enfermo y con los rigores del invierno azotando, emprendió el camino de regreso a Madrid. Atrás dejaba un gobierno de seis años en los que había consumido 12 millones de ducados que no le habían servido para contener la rebelión, a pesar de haber estado a punto de hacerlo en 1568. Quién sabe si, de haber adoptado políticas más tolerantes tras derrotar a Guillermo de Orange, y haber confiado en las gentes leales de aquel país para los asuntos de gobierno, las cosas hubieran cambiado a mejor en los Países Bajos. Posiblemente sí. Y es más que probable que el duque pasase largos momentos meditando sobre esto durante su vuelta a España, a donde llegó a mediados de marzo de 1574.

Nada más llegar a Barcelona, Felipe II le hizo llamar para rendir cuentas en Madrid. En la Corte, la facción dominante era la representada por Antonio Pérez, un personaje traicionero y sin escrúpulos que había logrado atraer a su causa a personas tan notables como Requesens o el duque de Medinaceli, aprovechando su atractiva personalidad. Pero lejos de encontrarse con el desprecio, o incluso el castigo del rey, Alba permaneció en el Consejo de Estado, y sus opiniones en todo lo relativo a los Países Bajos, se siguieron tomando en cuenta, al menos en cierta medida, como su recomendación de que Juan de Austria ocupara el gobierno de aquel país. Pero en cuanto a las políticas a aplicar en Flandes, estaba claro que el rey quería romper con la línea que el duque había llevado durante los anteriores años, y así lo hizo Luis de Requesens, quien otorgó un perdón general a los rebeldes, suprimió el impuesto de la alcabala, y se mostró tolerante con la libertad de culto, aunque sin concederla, dado que no tenía órdenes reales para hacer tal cosa. 

El tiempo pronto dio la razón al duque, y Requesens hubo de ir a la guerra dado que todas las concesiones que había realizado no bastaron a los rebeldes, tal y como había predicho Alba. Requesens se vio arrastrado a una guerra para la que no estaba preparado y, para colmo, para la que no disponía del dinero necesario, ya que la bancarrota del año 1575 provocó la suspensión de pagos a unas tropas a las que ya se les debían 6 millones de escudos. Mientras las cosas se complicaban en Flandes, los consejos del duque en el ámbito militar se empezaron a dejar de tener en cuenta dada la falta de recursos económicos para ello y el ascenso imparable de Antonio Pérez quien, como señala Maltby en su obra, "estaba en camino de convertirse en un auténtico privado, con acceso prácticamente ilimitado al rey". No obstante, Felipe II no le apartó de su lado, quizás recordando los sabios consejos de su padre, el César Carlos. 

Otra cosa bien distinta era la situación de Fadrique. La afrenta cometida antes de su marcha a los Países Bajos no estaba ni mucho menos olvidada, y nada más regresar a España fue desterrado primero de la Corte, y posteriormente trasladado al castillo de Tordesillas en 1576. Tampoco ayudaron al vástago del duque los informes que Requesens enviaba al rey desde Bruselas, en los que acusaba a Fadrique de incompetencia y de excederse contra la población en las campañas de los años 1572 y 1573. Siguiendo con las intrigas contra los Alba, tanto Antonio Pérez como la princesa de Éboli elaboraron un astuto plan para reactivar el caso de la mujer a la que Fadrique había propuesto matrimonio contra la voluntad real en 1566. Ésta era Magdalena de Guzmán, y desde entonces se hallaba en un convento. Curiosamente, a partir de 1578, comenzó a enviar una serie de cartas al rey quejándose de la situación a la que le había llevado el proceder de Fadrique, y exigiendo que éste la desposara. 

El duque de Alba. Retrato de Tiziano, 1563

Era evidente que el duque no iba a permitir que su hijo contrajese matrimonio con aquella mujer, por lo que reaccionó con celeridad y organizó el enlace de Fadrique con su prima, María de Toledo, hija del marqués de Villafranca. De este modo, el 2 octubre de 1578 Fadrique abandonó Tordesillas y se casó en la residencia familiar en secreto. Obviamente, el rey no tardaría mucho en descubrir aquello. Tras una serie de investigaciones que concluyeron que el duque había contravenido dolosamente la voluntad del rey, se acordó su destierro a Uceda, en Guadalajara. En el castillo de la localidad estuvo recluido durante un año, mientras que en la Corte, la estrella de Antonio Pérez se iba apagando tras llegar a oídos del rey las maquinaciones y engaños de éste en el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de Juan de Austria. Las acusaciones contra Pérez no pararon en los meses siguientes al proceso contra el duque, instigadas principalmente por el fiel funcionario real Mateo Vázquez, y el 28 de junio de 1579 tanto Pérez como la princesa de Éboli fueron arrestados y condenados al destierro. 

Si bien mucho en España consideraban el arresto del duque de Alba una ofensa difícil de entender contra un héroe nacional, el mejor militar de su tiempo, el rey no dio su brazo a torcer hasta que la crisis sucesoria al trono de Portugal le hizo comprender que necesitaba de su persona si quería obtener aquel reino por la fuerza de las armas. Tras la muerte del rey Sebastián, el 4 de agosto de 1578, su tío, el cardenal Henrique, había accedido al trono y, poco antes de su muerte, había firmado unos acuerdos con los embajadores españoles para que la corona de Portugal pasase a Felipe, no obstante, éste era hijo de Isabel de Portugal y, por tanto Nieto del rey Manuel I de Portugal. La nobleza estaba de acuerdo con esta especie de unión ibérica, creyendo que sería beneficiosa para su reino, pero Antonio, prior de Crato, hijo ilegítimo de Luis de Avis y, por tanto, nieto también de Manuel I, reclamó el trono para él con el apoyo de franceses e ingleses, que no deseaban una unión dinástica de los reinos de la Península. 

-El final del destierro. La última campaña del duque de Alba

Felipe II debería contar con su ejército para hacer valer sus derechos, y nadie había en el reino tan capaz como el duque de Alba para ello. Pero a pesar de esta obviedad, y de las insistencias de sus consejeros por llamar al duque para dirigir la campaña, el rey se resistió todo lo que pudo hasta que el tiempo se le echó encima. Fue entonces cuando convocó a Alba al cuartel general instalado en Badajoz, eso sí, sin entrevistarse personalmente con él. En cambio, la actitud de Fernando, a pesar de los agravios a su persona, fue de total lealtad y compromiso con su rey, y allí acudió, a sus 72 años, para dirigir una vez más los ejércitos de la Monarquía Española. El plan consistía en lanzar tres ejércitos contra el enemigo; el principal, mandado por el duque, entraría en Portugal desde Badajoz, y se reuniría en la costa al sur de Lisboa con la segunda fuerza, llevada por mar desde Sevilla por Álvaro de Bazán y, finalmente, un tercer ejército, dirigido por el duque de Medina Sidonia, se haría con el Algarve. 

El duque planificó la campaña hasta el más mínimo detalle. La provisión y el transporte de suministros era lo que más le preocupaba junto con la recluta de los soldados, aun así, logró reunir cerca de 40.000 hombres y un abundante tren de artillería, así como provisiones para mantener a las tropas hasta la primavera del siguiente año. El 13 de junio el rey pasó revista al ejército y a finales de mes éste penetró en Portugal conducido por el duque, que tomó la ciudad de Elvas sin oposición, lo mismo que Estremoz, a unos 60 kilómetros al oeste de Badajoz. El ejército continuó su marcha por el Alentejo y pasó por Évora haciendo frente a un enemigo invisible, la gripe, que causó no pocos estragos entre los hombres. El calor también se convertía en un duro rival y las deserciones aumentaban según pasaban los días, y así llegó a las puertas de Montemor, a medio camino entre Badajoz y Lisboa, y donde supuestamente las tropas portuguesas de Diego de Meneses iban a plantar batalla, cosa que no sucedió, pues a la llegada del duque ya habían huido. 

Tras dejar guarnición de 300 soldados allí, prosiguió su avance hacia Setúbal, donde habría de unirse a las tropas que traía el marqués de Santa Cruz desde Sevilla. A Setúbal llegó el 16 de julio, pero allí no estaban los buques de Bazán, por lo que el duque ordenó comenzar el cerco sobre la ciudad, mientras que Hernando de Toledo exigía su rendición. Fue un soldado inglés el encargado de intentar negociar, pidiendo 24 horas de tiempo para tomar una decisión, pero el duque no estaba dispuesto a perder ni 24 segundos, por lo que emplazó su artillería sobre unos montes que dominan el norte y el este de la ciudad. En realidad, Setúbal no podía ofrecer resistencia alguna, por lo que unas horas más tarde la ciudad aceptó capitular a la mañana siguiente, cuando la mayor parte de la guarnición, compuesta por soldados ingleses, se dio a la fuga.

Lo siguiente era asegurar la zona, y el duque envió a Próspero Colonna a someter la Torre de Outao, que dominaba la entrada al puerto desde el noroeste, tarea que le llevó tres largos días y que consiguió gracias a la aparición de la flota de Bazán. Hacia el norte había enviado a Hernando de Toledo y a Sancho Dávila para acabar con la amenaza que suponían las tropas al mando de Martín Gonzales el cual, para enfrentarse con los soldados de los tercios, puso en vanguardia a un grupo de esclavos negros prometiéndoles la libertad si luchaban. Al parecer Alba, según narra Maltby, sintió especial pena por aquellos desdichados que no tenían oportunidad alguna de salir vivos de aquel lance, y los dejó marchar en libertad. Para el 27 de julio el duque reunió a su consejo para debatir la mejor opción para tomar Lisboa. Tras muchas deliberaciones finalmente se decidió navegar desde Setúbal hasta Cascais, a menos de 30 kilómetros al oeste de Lisboa, dado que bordear todo el estuario del Tajo hubiera llevado muchísimo tiempo. 

Tomar Cascais no estaba exento de dificultades, empezando por una batería de costa cercana a su pequeña playa, y continuando por las fuertes corrientes atlánticas que hacían de la navegación una aventura muy peligrosa. Pero Bazán, aprovechando las buenas condiciones que se ofrecían en los siguientes día, se hizo a la mar en un viaje que duró tres días, llegando a las proximidades de Cascais la mañana del día 30 de julio, y con la guarnición alertada por la presencia española. Para evitar los cañones de las baterías portuguesas se desembarcó más al este, hacia Estoril. Para el 1 de agosto todas las tropas estaban en tierra y las barcas navegaban a recoger los cañones que se habían dejado en Setúbal, poniendo sitio a Cascais, cuya defensa se le había encargado a Diego de Meneses. La ciudad no resistió más que unas pocas horas, hasta que se abrió brecha en sus débiles muros y los soldados la asaltaron. Lo que siguió a continuación fue un saqueo que ni el propio duque pudo evitar, tal y como se lamentaba por carta a Felipe II, al que advertía que "la indisciplina reina desde los coroneles abajo". 

Por supuesto, el duque tomó nota de los principales cabecillas y mandó ahorcar a algunos, y a otros los envió a galeras o al presidio. El ejército prosiguió hacia el este por la línea de costa y tomó el 12 de agosto el fuerte de San Julián, en Oeiras, y el 23 caía la torre de Belém, tras un breve bombardeo. Por su parte, Bazán había solicitado la rendición de Lisboa, pero el alcalde, presionado por el Prior de Crato, se negó. Alba, que no deseaba atacar Lisboa, comprendió que la única opción que le quedaba era derrotar al enemigo por la fuerza de las armas. El Prior de Crato sabía que sus posibilidades solo pasaban por derrotar a los españoles en una batalla fuera de los muros de Lisboa, y eligió el arroyo de Alcántara para ello. Era un pequeño arroyo, situado a unos 10 kilómetros al oeste de Lisboa, que desembocaba en el Tajo y que en esa época estival apenas llevaba algo de agua. Las tropas portuguesas, comandadas por el conde de Vimioso, sumaban cerca de 10.000 infantes con poca o ninguna experiencia en el combate, algo más de 2.000 caballos y una treintena de cañones. 

Crato confiaba en que su posición, en lo alto del barranco que llevaba las pocas aguas del Alcántara, le proporcionase una ventaja defensiva decisiva, junto con las fortificaciones que habían construido los hombres de Vimioso y un pequeño bosque que le daba cobertura al norte. Pensaba el aspirante al trono portugués que la única manera de sobrepasar sus defensas era por un puente que cruzaba el arroyo, y allí concentró sus mejores tropas, la mayor parte de su caballería y sus cañones. Por su parte, el duque de Alba, aprovechando su ventaja numérica, extendió lo más posible sus líneas, con su hijo ocupando el ala izquierda al frente de la caballería, él, junto al grueso de la fuerza, el centro, y los italianos de Colonna y Spinelli la derecha, con la vista puesta en el puente. A las tres de la mañana del 25 de agosto el duque se despertó y escuchó misa, trasladándose después en camilla, por estar convaleciente, hasta un lugar desde el que dominaba todo el campo de batalla. Tan solo unas horas después, la Batalla de Alcántara había terminado con una aplastante victoria española y una nueva demostración del genio militar del duque. 

La victoria en Alcántara le dio una nueva Corona a Felipe II, pero el duque no se hallaba especialmente contento; tal y como relata Maltby, su hijo Hernando le confesaba a Diego de Córdoba que "los muertos han sido más de lo que hubiéramos querido". No es de extrañar, pues el duque no quería derramamiento de sangre portuguesa por considerarlos muy próximos a los españoles. Lisboa se rindió de inmediato y el duque desarrolló una intensa actividad para preparar la llegada del rey a la ciudad, soportando un terrible ataque de gota que le acompañó hasta bien entrado octubre. Para finales de mes, Alba ya intuía que el rey, nuevamente, no iría a Lisboa, esta vez a causa de una epidemia de gripe que azotaba el centro de Portugal y llegaba hasta Badajoz, no obstante, la reina Ana de Austria fallecería el 26 de octubre por dicha causa, causando un hondo pesar al rey, que también había contraído la gripe pero logró recuperarse. 

Grabado de la batalla de Alcántara

No iban a tardar en volver a producirse el choque entre el rey y el duque, el cual estaba seriamente molesto tras el nuevo plantón del rey, como ya había ocurrido trece años antes en los Países Bajos. El envío de un hombre de la confianza de Felipe II para fiscalizar los asuntos de Alba al frente de Portugal, acabaron con la poca paciencia que le quedaba al septuagenario noble. Desde comienzos de diciembre su insistencia para ser licenciado de un cargo que ni pidió ni quería, se volvieron casi diarias, siendo ignoradas por el rey, cuya actitud para con el duque rayaba en lo cruel, no digamos en la ingratitud. El duque hubo de lidiar con un ejército indisciplinado al que había que licenciar, y una población enferma, y así estuvo hasta que Felipe convocó cortes en la localidad de Tomar, a unos 130 kilómetros al norte de Lisboa, las cuales se celebraron en abril de 1581, donde obtuvo el respaldo de los tres estados como rey, pasando a ser Felipe I de Portugal. Mientras tanto, Alba, seguía ejerciendo las funciones de virrey, cada vez más convencido de que nunca regresaría a su casa. 

El duque pasó sus últimos meses de vida en compañía principalmente de su nuevo confesor, fray Luis de Granada, con quien compartió interminables horas de conversación sobre la fe y la vida. Asentado entre Lisboa y Tomar, Fernando enfermó en el otoño de 1582, aquejado de fuertes fiebres y diarreas constantes, e imposibilitado para comer sólido. Pasó sus últimos momentos en compañía de su amigo y confesor, rezando y dejando una carta a su mujer, la duquesa, la cual fue redactada por Granada y se conserva en la Biblioteca Nacional. El 12 de diciembre de 1582 Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba, El Gran Duque de Alba, fallecía en Tomar, lejos de su casa, sus tierras, y sus seres queridos. Sin duda, fue el militar más brillante de su tiempo, pero no solo eso, fue un gran estadista, un hombre cuyas dotes diplomáticas competían con las bélicas, que ya es decir. Pero sobre todo, fue el general más querido por sus hombres, por los cuales siempre se preocupó más que de sí mismo. Como narra Maltby en su magistral biografía del duque, "cuando murió, endurecidos veteranos, desde Flandes a Portugal, exclamaron: «Ha muerto el padre de los soldados, y lloraron»".


Bibliografía: 

-El Gran Duque de Alba (William S. Maltby)

-Felipe II y la sucesión de Portugal (Alfonso Danvila)

-Comentario de lo sucedido en las Guerras de los Países Bajos (Bernardino de Mendoza)

-El Asedio de Haarlem (Carlos J. Carnicer)


Estatua del duque de Alba, ciudadela de Amberes






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