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La Jornada de Túnez

 


El 21 de julio de 1535 las fuerzas imperiales del César Carlos V entraban en la plaza de Túnez, que había sido tomada por el corsario Barbarroja un año antes tras deponer a Muley Hassan, vasallo de España, acabando momentáneamente con la amenaza corsaria en la zona. 

Durante el verano de 1534 los corsarios otomanos suponían un grave peligro en el Mediterráneo Occidental, destacando entre todos ellos, Jeireddin Barbarroja, quien consiguió aglutinar bajo su mando una potente fuerza berberisca y la puso al servicio del sultán Solimán I, llamado El Magnífico. La situación empeoró ostensiblemente tras la captura de Túnez por parte de Barabarroja, en agosto de 1534; los ataques de los corsarios otomanos se incrementaron de tal forma, que muchos pueblos costeros de España e Italia tuvieron que ser abandonados ante la imposibilidad de protección, mientras otros gastaban ingentes cantidades en mejorar sus defensas ante un eventual ataque. 

La situación era tan crítica, que el rey Carlos I de España hubo de convocar a su Consejo de Guerra para decidir cómo solventarla. Para ello solicitó la ayuda de otras naciones que estaban viendo sus intereses amenazados por la actividad corsaria otomana. De este modo se le unieron Portugal, la República de Génova, los Estados Pontificios y la Orden de Malta. Venecia, que también había visto atacadas algunas de sus poblaciones, decidió no intervenir puesto que aún estaba vigente un pacto de no agresión firmado con el Imperio Otomano décadas antes. De este modo, durante el invierno de 1534-1535, se desarrolló una febril actividad en los puertos de Barcelona, Génova, Lisboa o Amberes, Todos los preparativos estaban encaminados a poner en circulación una gran armada que llevase al poderoso ejército que el rey español iba a llevar consigo para recuperar Túnez.

Desde Málaga zarpó Álvaro de Bazán El Viejo con su armada, compuesta por 15 galeras, 80 naos gruesas y cantidad de embarcaciones menores para el transporte de hasta 10.000 soldados, para reunirse con el emperador en Barcelona. Andrea Doria hizo lo propio desde Génova con una veintena de galeras, una de ellas de cuarenta remos y con gran cantidad de artillería. Por su parte el Papa aportó 12 galeras, cuatro de ellas de la Orden de Malta, y puso al mando de la armada a Virgilio Ursino. Al marqués del Vasto le había ordenado Carlos V poner en Génova todas las compañías de gente española, italiana y alemana que gobernaba, no pudiendo acompañarle Antonio de Leiva por encontrarse bastante enfermo, juzgando el emperador prudente que quedase en Milán con algunos soldados viejos para la defensa del Estado. Además de los soldados españoles, el marqués contaba 5.000 italianos de los capitanes Federico Carretto, Augustino Spínola, y el conde de Sarno, y también 8.000 tudescos comandados por Maximiliano Eberstein. 

Mientras tanto, a Barcelona iban llegando importantes hombres para combatir al lado de su rey, viendo que éste era el primero en embarcarse en semejante aventura. Así, llegaron nobles de la talla del Gran Duque de Alba, el duque de Nájera, los condes de Benavente y de Niebla, el marqués de Aguilar, el comendador mayor de Alcántara, el futuro conde de Buendía, Fadrique de Acuña, y un largo etcétera de ilustres nombres. Junto a ellos, 8.000 infantes y 700 caballos de las guardias ordinarias. También acudió a Barcelona el hermano de la emperatriz, el infante Luis de Portugal, con 25 carabelas y un gran galeón, el San Juan Bautista, el mayor de su época, y 2.000 infantes. Además, habían acudido desde Flandes 60 urcas con multitud de gente y con remeros para las galeras, y 40 naos de la Escuadra del Cantábrico. Con todo listo, la armada partió de Barcelona el 30 de mayo de 1535, llegando a Mahón el 3 de junio, mientras que el marqués del Vasto partía desde Génova en 12 galeras y 30 barcos de transporte de Antonio Doria, para recoger a las galeras del Papa y las de Nápoles. 

Llegado el marqués a Civitavecchia, el Sumo Pontífice le estaba esperando para dar su bendición a la armada, y hacer entrega a Ursina de las insignias de capitán general de su escuadra. Desde allí siguieron hacia el sur para recoger en Nápoles a las 6 galeras del virrey, Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, de los príncipes de Salerno y de Bisignano, de Espineto, Garrufa, y la de Hernando Alarcón, éstas pagadas a su costa, más otras 7 galeras más del reino. Una vez reunidas las tres flotas en Nápoles, partieron hacia Palermo, en Sicilia, y de allí hasta Cagliari, en Cerdeña, donde se reunió con la armada que traía el emperador desde Barcelona el 14 de junio. 

En Cerdeña Carlos V pasó revista a las tropas; iban cerca de 25.000 infantes, de los cuales, como se ha dicho, 8.000 eran alemanes, 5.000 italianos, 2.000 portugueses, y el resto, españoles. Iban también unos 2.000 caballos, la mayoría ligeros, y un tren de artillería muy importante, sobre todo en lo que a cañones gruesos se refiere. Una vez finiquitados los últimos detalles de la operación, el emperador ordenó zarpar rumbo a las antiguas ruinas de Cartago. Al poco de hacerse nuevamente a la mar, la flota cristiana apresó dos naves francesas que habían acudido a Túnez a dar aviso a Barbarroja de los planes del emperador. Francisco I, rey de Francia, no solo se había negado a auxiliar a la cristiandad en su lucha contra los otomanos, sino que se posicionaba abiertamente a favor de Solimán, y traicionaba nuevamente su religión y su palabra, algo que ya no sorprendería a un veterano Carlos. 

Barbarroja, enterado del inminente ataque, había enviado emisarios a Solimán para que éste le mandase refuerzas, pero el sultán otomano se hallaba empeñado en una serie de conflictos en Asia y no podía desviar recursos para tal fin, menos aún sin apenas margen de tiempo. En vistas de que estaba solo, Barbarroja decidió concentrar sus fuerzas en la ciudad de Túnez, y reforzar la fortaleza de La Goleta, con lo que esperaba retrasar e incluso diezmar el avance cristiano. El 17 de junio la armada llegaba frente a las costas tunecinas, en Útica, ciudad de Berbería entre las ruinas de la antigua Cartago y Bizerta, encallando la galera capitana, donde iba el emperador, pero Doria maniobró rápido para evitar cualquier peligro y tomar agua y continuar. 

Ataque sobre la Goleta. 

Barbarroja contemplaba temeroso la poderosa flota cristiana y aquel enorme ejército conducido en persona por el emperador. El corsario, furioso porque un genovés al que había apresado unas semanas atrás le había asegurado que el ejército estaría conducido por Doria, ordenó cortarle la cabeza por considerar que le había engañado. Barbarroja basó la defensa de Túnez en mantener la fortaleza de La Goleta, llave para acceder a la ciudad, confiando en sus fuerzas y el calor reinante y la falta de agua que padecería el ejército cristiano. A la altura de la llamada Torre del Agua el emperador ordenó tomar tierra y que el ejército desembarcase en buen orden, protegido por la artillería de las naves, algo que se logró con mucho esfuerzo de los capitanes y suboficiales, pudiendo establecer el marqués del Vasto una cabeza de playa y unos cuarteles, y dando la orden de que se permaneciese en formación en tanto en cuanto no hubiera desembarcado la caballería y la artillería. 

Después, el marqués ordenó explorar el terreno, produciéndose algunas escaramuzas en las que resultaron muertos los capitanes italianos Corretto y Jerónimo Spínola. El tiempo, si bien propicio para la navegación, era desaconsejable para llevar a cabo cualquier acción militar sobre el terreno, motivo por el cual el ejército cristiano concurría ligero de vestimenta, con las armaduras guardadas hasta el momento de entablar combate. Cuando todo hubo estado dispuesto, el emperador ordenó avanzar hacia La Goleta. La vanguardia la mandaba el marqués del Vasto, quien llevaba a los soldados viejos españoles y a los italianos del príncipe de Salerno, su coronel, escoltados por la caballería del marqués de Mondéjar y la caballería albanesa del marqués de Alarcón. En batalla iba el emperador acompañado de algunos grandes y diversos caballeros de su Casa y su Corte, que marchaban tras el estandarte imperial llevado por el señor de Bosu, caballerizo mayor de Carlos V. Detrás iban las fuerzas alemanas de Ebertein junto con la artillería, tirada por los presos de galeras y en retaguardia, llevada por el duque de Alba, iba el resto de caballeros, los arqueros de la guarda y dos escuadrones de infantería española bisoña. 

De esta forma el ejército se encaminaba hacia La Goleta, con el emperador a la cabeza, muchas veces corriendo incluso gran peligro, como afirman los cronistas García Cereceda o Gonzalo de Illescas. "Algunas veces salía Su Majestad a correr el campo, con harto peligro de su persona, y tanto, que algunos lo tenían a temeridad; como quiera que en la guerra el Capitán General mayormente siendo rey o emperador, el principal cuidado que ha de tener es guardar su salud, porque de ella depende la de todo el ejército que lleva", narraba Illescas. De esta manera se fue ganando terreno poco a poco hasta tener La Goleta a tiro de cañón. Los trabajos de trincheras eran realizados por los sufridos gastadores quienes recibían constantes visitas del emperador para animarles en las tareas. 

Mientras esto sucedía, los corsarios de Barbarroja realizaban continuas salidas de La Goleta para tratar de destruir los trabajos de asedio de los cristianos. Una de esas salidas, protagonizadas por la gente del capitán corsario Saleco, uno de los hombres de confianza de Barbarroja, se produjo el 23 de junio y tenía como objetivo las posiciones italianas del conde de Sarno. Éste no dudó en salirle al encuentro con sus hombres pero Saleco fingió la huida y el conde italiano mordió el anzuelo, siendo rodeado en un rapidísimo movimiento envolvente y cayendo muerto junto a muchos de sus hombres. Illescas narra que "llevó Saleco a Barbarroja la cabeza y la mano derecha del conde, e hicieron con ella gran fiesta los turcos; de que Su Majestad sintió grandísimo dolor, por el conde era muy buen caballero".

Apenas dos días después, se produjo una nueva salida de los corsarios, esta vez contra las posiciones de los infantes españoles. Otro de los capitanes de confianza de Barbarroja, Tabaques, salió con mucha de su gente y cayó sobre las trincheras de los españoles, provocando una gran confusión entre los sitiadores. El ataque fue tan furioso y bien planeado, que el Turco logró capturar una bandera de la compañía de Francisco Sarmiento. En la defensa de la posición española llegó a perder la vida el capitán Méndez, debiendo acudir el emperador en persona con sus más allegados para mantener la posición, reprochando a los hombres el descuido en la defensa de las trincheras y los fosos, más aún siendo soldados veteranos la mayor parte de ellos. Tampoco se ahorró reproches el marqués del Vasto, quien reprendió a los oficiales y les conminó a lanzar un ataque y así recuperar el honor perdido en semejante actuación. 

El 2 de julio se volvió a producir otra salida de los corsarios. Otro de los hombres de confianza de Barbarroja, a cargo de los jenízaros y con numerosa tropa mora, cargó contra las trincheras españolas, pero esta vez los infantes estaban prevenidos y, capitaneados por el marqués del Vasto, quien había reforzado las posiciones con arcabuceros a caballo y a pie, lograron repeler con mucho éxito el ataque de los corsarios, matando al capitán de éstos y a muchos de los jenízaros. El resto de la tropa mora, viendo que su capitán había caído, al igual que las fuerzas de élite de Barbarroja, emprendieron la huida para refugiarse tras los muros de La Goleta, siendo perseguidos hasta la misma puerta y quedando muchos fuera y a merced de las armas españolas. El marqués, viendo el ímpetu de su gente y lo expuesta que quedaba al fuego procedente del interior de la fortaleza, mandó regresar a los hombres, pero la artillería corsaria mató a algunos de ellos, incluyendo al alférez Diego de Ávila, e hirió a otros tantos, como Rodrigo de Ripalta. 

El emperador, viendo que se había restaurado el ánimo entre sus hombres, e impaciente por tomar ya aquella plaza ante los rigores del verano y la posibilidad de que recibiera algún socorro, ordenó batir sus muros con la artillería que traían tanto por tierra como por mar. Durante los siguientes doce días se bombardeó La Goleta sin interrupción hasta lograr batir una de las torres principales donde los turcos tenían gran parte de su artillería. El 14 de julio se había abierto una brecha tan grande en los muros de La Goleta que se podía penetrar por ella fácilmente. Así, el marqués del Vasto ordenó el asalto, mientras uno de los frailes del ejército portaba un crucifijo y arengaba a los hombres para combatir por la gloria de Dios y del emperador. El asalto se hizo en buen orden y con gran furia, más aún cuando el emperador hacía acto de presencia y combatía al lado de sus hombres. Sinán, el judío, uno de los más temidos capitanes de Barbarroja y encargado de la defensa de la plaza, huyó a toda prisa ante el asalto cristiano. 

El 14 de julio de 1535 se ganó La Goleta. Más de 1.000 defensores habían muerto y se capturaron unas 500 piezas de artillería y más de 60 naves. Los cristianos perdieron apenas 100 hombres y la sorpresa de éstos fue mayúscula cuando vieron que la mayoría de los cañones de La Goleta eran franceses. La traición del rey Francisco I había ido demasiado lejos. Barbarroja cargó su ira contra Sinán, a quien reprochó que huyese y no plantase cara al enemigo, respondiéndole éste: "yo te digo, Señor, que si hubiera de pelear con hombres no huyera, mas no me pareció cordura tomarme con Satanás, y por eso me quise guardar para mejor tiempo". Al día siguiente de ganarse La Goleta, llegó Muley Hasan para felicitar al emperador por su éxito y reiterar su vasallaje, algo que agradó a Carlos V, quien le hospedó en la tienda del marqués del Vasto, quedando bajo el cuidado de éste, y dando cuenta de todo lo que conocía de aquellas tierras, incluidos los valiosos pozos de agua. 

El emperador celebró Consejo de Guerra para decidir si seguir hasta Túnez y conquistarla, o si por lo contrario, tras la captura de la flota corsaria y la recuperación de La Goleta, la misión ya estaba más que cumplida. En esto Muley Hasan se pronunció mostrando a la gente del Consejo el mejor lugar por el que avanzar hacia Túnez sin caer en alguna emboscada y que Barbarroja saldría a combatir fuera de la ciudad, sin esperar a que se plantara sitio a la ciudad, reservando a sus mejores hombres, los jenízaros, en la retaguardia y colocando a los moros y alárabes en vanguardia. La opción de conquistar Túnez se acabó imponiendo por mayoría, ya que el peligro de dejar aquella plaza en manos del corsario era muy grande. De este modo se ordenó dejar una guarnición de unos 1.000 hombres para defender La Goleta mientras se sucedían los trabajos de reparación y fortificación de ésta, y partir en campaña el 20 de julio. 

Combate en La Goleta

Se quedaría Andrea Doria al mando de la armada y de la guarda de La Goleta. Por su parte, el ejército se pondría en marcha el 20 de julio. Muley Hasan había advertido de la necesidad de llevar grandes cantidades de agua en el camino, pues durante el camino a Túnez solo encontrarían para beber algunas cisternas y sería necesario desordenar la formación, cosa demasiado peligrosa cuando se avanza hacia un enemigo fortificado. El emperador ordenó a los capitanes que se fueran moviendo las trincheras lo más rápido posible, para ir ganando tierra hasta estar a tiro de la artillería, de la cual solo se llevaban las culebrinas por no disponer de medios para llevar el resto sin que se retrasase demasiado el avance del ejército. Mientras esto ocurría, no había momento en que no se sucedieran distintas escaramuzas de mayor o menor intensidad en las que cayó herido el poeta y militar Garcilaso de la Vega, que tuvo que ser socorrido por el oficial napolitano Federico Garrafa. 

El mismísimo emperador, según cuenta Illescas, peleando "valentísimamente, sacó de entre los pies de los moros a un Andrés Ponce, caballero andaluz, que le habían muerto el caballo, y él estaba caído en tierra". Aunque muchos cronistas cifran en más de cien mil ("Doce mil de a caballo y Cien mil peones") las fuerzas de Barbarroja que salieron de la ciudad para plantar batalla al ejército imperial, lo cierto es que los hombres de los que disponía el comandante corsario no se aproximaban ni de lejos a esa cifra. Illescas habla de que "salieron de ahí a dos o tres días hasta treinta mil moros a tomar una torre que tenían ganada los nuestros en un cerro alto, donde antiguamente fue la antigua ciudad de Cartago". Y aunque no se refiere al total de hombres, sino solo a los que intentaron retomar esa torre, es más probable que las fuerzas de Barbarroja rondaran esas cifras, aún así, superiores a las fuerzas de Carlos V. 

En los combates que se sucedieron los moros "tenían a los nuestros tan conocida ventaja en el saberse menear, y en sufrir el calor y los otros trabajos de aquella calurosísima tierra", y por ello entre alguna de la tropas había cundido el desánimo y no faltaban las voces que clamaban por volver a España con el triunfo de haber ganado la armada de Barbarroja y la plaza de La Goleta. Enterado de ese derrotismo el emperador, se dirigió a sus hombres para infundirles ánimos clamando que "pudiere él estarse en su casa con su mujer y con sus dulcísimos hijos, si hubiera querido pasar en disimulación, como otros reyes, las injurias de toda la Cristiandad". De esta manera el ejército se puso en marcha el día 20, con el marqués del Vasto nombrado capitán general del mismo y marchando en la vanguardia, con los españoles a su derecha, mandados por el marqués de Alarcón, y los italianos en la izquierda, dirigidos por el príncipe de Salerno. En el centro de la formación, mandado por el duque de Alba, iban los alemanes con su coronel Eberstein, y en retaguardia el resto de la caballería y de la infantería española y tudesca. 

El César Carlos, que iba en el centro de la formación acompañado del infante don Luis, su cuñado, que llevaba en esta ocasión el estandarte imperial, se movía por la formación para infundir ánimos entre sus hombres, que le aclamaban enardecidos por poder combatir al lado de su emperador. Alertado por la cercanía del ejército imperial, Barbarroja salió al campo a pelear, tal y como había advertido Muley Hasan, quien dispuso a sus mejores hombres en la retaguardia, con las espaldas a los muros de la ciudad. Fue ese el momento de mayor tensión, ya que la infantería del emperador, sediente y acalorada, llegó hasta los pozos que se hallaban muy próximos a la ciudad, desordenándose para poder beber. Por fortuna para los cristianos, Barbarroja vaciló y no ordenó atacar, salvo las instrucciones dadas a la artillería para que abrieran fuego contra los asaltantes. 

Viendo la situación, el marqués del Vasto, tras consultarlo con el emperador, ordenó atacar sin esperar a la artillería, pues consideraba que la batalla había de plantarse ya, dedicándole, según Illescas, las siguientes palabras a su señor: "ante todo pido a Vuestra Majestad que luego se vaya a su puesto, y se ponga en su batalla con el estandarte, no sea nuestra mala suerte que se desmande algún arcabuz y peligre vuestra persona para total perdición del mundo". A lo que el emperador le contestó: "pláceme por cierto de obedecer lo que mandáis, aunque no había de qué temer; que nunca emperador murió tal muerte como esa, no es de creer que la moriré yo". Poco después, y recuperado el orden del ejército, el marqués dio la orden de atacar, avanzando en primer lugar el capitán Hernando de Gonzaga con sus caballos ligeros, dando cuenta de entre 300 y 400 moros. 

Detrás de ellos iba la infantería de veteranos españoles e italianos, cuya acometida hizo volver la espalada a la infantería mora, que era la de peor calidad del ejército de Barbarroja. Éste, viendo que su fuerza se resquebrajaba, corrió a refugiarse en Túnez, ordenando que se matara a los cautivos cristianos que allí se hallaban encerrados en las mazmorras de la ciudad. Según las crónicas, fueron dos renegados cristianos, Francisco Catario y Francisco de Medellín, quienes se hicieron con las llaves de las mazmorras y liberaron a todos cuantos allí se encontraban, cuya cifra rondaba los 6.000 hombres, advirtiéndoles del destino que Barabarroja había firmado para ellos. Los cautivos cristianos lograron llegar a la sala de armas de la fortaleza de Túnez y formar para el combate, comenzando a quemar madera y telas para que el ejército imperial pudiera ver desde fuera que en el interior de la ciudad la cristiandad ofrecía resistencia al Turco. 

Barbarroja no daba crédito a lo que estaba sucediendo y estalló en cólera tratando de acceder a la fortaleza, que estaba muy bien defendida por los recién liberados cristianos. Viéndose acorralado entre dos fuerzas, el corsario decidió emprender la huida junto a los turcos, llevándose consigo todos los tesoros que pudo, y refugiándose en Bona, plaza muy cercana y donde aún disponía de 14 galeras. El 21 de julio caía Túnez, tras entregar los magistrados de la ciudad las llaves al emperador y pedirle clemencia. Aunque el César no tenía intención alguna de saquear la ciudad, más aún cuando se lo había pedido Muley Hassan, no pudo evitar que los cautivos cristianos saliesen de la fortaleza y comenzaran el saqueo. El marqués del Vasto, que fue el primero en entrar en la ciudad, logró confiscar 30.000 escudos antes de que los soldados se diesen al saqueo imitando a los cautivos. Quedaban en la ciudad algunos focos de resistencia mora, dando buena cuenta de ellos los soldados católicos. 

Los alemanes fueron sin duda los que más se desataron, matando a muchos hasta que el emperador se vio obligado a intervenir para poner fin a aquellos desmanes. Recuperada la calma, Muley Hassan hizo recuento de lo que Barbarroja le había arrebatado, entre lo que destacaban armas, una gran librería y pinturas y joyas. El saqueo sirvió a Barbarroja para llegar a Bona y poner a punto sus naves para emprender la huida, ya que se prolongó durante bastante tiempo. Andrea Doria, que había recibido la orden de tomar Bona, envió a Adán Centurione a combatir con la escuadra de Barabarroja, pero éste no llegó a entablar combate, algo que fue objeto de reproche tanto por parte de Doria, que era su tío, como del propio emperador. Bona se tomó sin más contratiempos, y el emperador restituyó a Muley Hassan en el gobierno de aquella tierra. 

Las condiciones que le impuso fueron bastante buenas; el pago anual, en reconocimiento de vasallaje y tributo, de dos halcones y dos caballos, así como el sostenimiento de los hombres que quedaban guarnicionados en La Goleta y en algunas plazas de Túnez. También se le impuso que liberase a todos los cristianos cautivos en sus tierras, así como garantizar la seguridad, libertad y los derechos de los cristianos, no acoger corsarios en sus puertos ni en todo el territorio de su reino, y que las plazas que pudiera conquistar en la Berbería fuesen para el emperador, lo mismo que La Goleta, Bizerta, Bona o Mehedía. Recuperado Túnez, el debate ahora giraba en torno a atacar Argel y derrotar definitivamente a Barbarroja, que se había refugiado allí, o regresar a Italia. Esta última opción se sustentaba en la pronta llegada del cambio de estación, lo que podía suponer un cierto peligro para la armada. También tenía que ver la amenaza que representaba Francia, que podía aprovechar que el ejército imperial se hallaba en la Berbería para atacar Italia. 

De esta forma se optó por regresar, zarpando el 17 de agosto y llegando a Palermo, donde fue recibido con multitud de festejos y alabanzas. De allí cruzó el estrecho de Messina y se dirigió a las tierras del príncipe de Salerno, donde se detuvo unos días, y finalmente la entrada triunfal en Nápoles le aguardaba. Por su parte, Barbarroja, tras armar una nueva flota en Argel, se dirigió contra Mallorca, donde se advirtió su presencia, por lo que puso rumbo a Mahón donde, mediante engaño, e incumpliendo la promesa de respetar a la población, sometió la ciudad a un terrible saqueo en venganza por su derrota en Túnez. Tras esta campaña de rapiña, puso rumbo a Constantinopla, donde Solimán le nombró almirante de su armada. 

Saqueo de Túnez

Bibliografía: 

-La Jornada de Carlos V en Túnez (Gonzalo de Illescas)

-Las Guerras del Emperador (Agustín Alcázar Segura)

-Los Tercios en las campañas del Mediterráneo. Siglo XVI (Eduardo Mesa Gallego)



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