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Guerreros: El Gran Duque de Alba (Parte II)

 


Mientras la influencia de Ruy Gómez crecía sobre la figura de Felipe, el recelo de éste hacia el duque de Alba iba en aumento. De esta forma, y aprovechando el intento de invasión francesa de los Países Bajos, a finales de 1554, rechazado finalmente por las tropas de Carlos y la entrada de una nueva fuerza en el Piamonte, bajo el mando de Charles de Cossé, conde de Brissac, Felipe convenció a su padre para que mandase al duque a poner en orden los asuntos en Italia. 

Allí fue el duque a comienzos de 1555, teniendo que hacer frente no solo a los franceses, sus enemigos externos, sino a las maquinaciones de sus enemigos en la Corte, especialmente el vil Ruy, quien hizo todo lo posible para privarle de fondos y hombres para su campaña en Italia. Y es que ya antes de la partida del duque, a los soldados acantonados en el Estado de Milán se les debía, en concepto de pagas atrasadas, se les debía la desorbitante cantidad de 600.000 ducados. No solo no se le fueron entregadas estas cantidades, sino que apenas se le asignaron 200.000 ducados a última hora, pues uno de sus más fieles partidarios, Francisco de Eraso, se había pasado al bando de Ruy e intentó todo lo que estuvo en su mano para que no le llegasen esos dineros. 

Mientras el duque se reunía en Augsburgo con el rey Fernando, las intrigas continuaban en la Corte, negándole incluso su propio sueldo de 12.000 ducados. Llegado a Innsbruck envió una carta a Felipe advirtiendo de que no tomaría posesión de sus cargos en Italia a menos de que se le abonaran las cantidades prometidas. En vistas de la situación, Alba trató de conseguir dinero de todas las formas posibles, tanto en Italia, a través de Bernardino de Mendoza, como en sus posesiones en España, desarrollando una gran actividad agrícola en sus tierras. 

- El duque de Alba en Italia.

A su llegada, a mediados de junio de 1555, el duque disponía de una fuerza inferior a 35.000 hombres, de los que un cuarenta por ciento se encuadraban en labores de guarnición. Las fuerzas franceses eran ampliamente superiores, sobre todo con la llegada de otro mariscal, el duque de Aumale, Claude de Guisa. Por si lo problemas militares no fueran pocos, se encontró con otro de índole social. En la casa que se alojaba, la de los príncipes de Ascoli, se produjeron una serie de disputas por el honor de la princesa que acabaron con los hombres de los Ascoli asesinando al capitán de caballos Antonio de Mendoza y a varios de sus hombres. Antes de que los ciudadanos empezaran a protestar por aquellos hechos, el duque no vaciló en encerrar en el castillo a los príncipes, asegurando los en teoría poderes plenipotenciarios con los que había llegado a Italia, y ganando gran reputación entre la gente. 

A mediados de julio abandonó Milán con rumbo a Pavía para inspeccionar las defensas del estado, y emprendió una campaña a través del río Po expulsando a todas las tropas francesas que se encontraban en las inmediaciones. La fortaleza de Volpiano, a 20 kilómetros al noreste de Turín, que aseguraba un importante paso en el alto valle del Po hacia el Milanesado, se encontraba cercada por los franceses. Incapaz de socorrerla, dado el gran número de enemigos, logró meter diversos socorros, siendo el más importante el mandado por Lope de Acuña quien, con 750 hombres, logró introducirse en la plaza a espada y fuego. Pero todo fue en balde, pues a mediados de septiembre cayó, amenazando toda la región. La llegada del invierno fue providencial para salvar la situación. 

Pero los problemas no cesaban. Varias unidades de alemanes se amotinaron por la falta de pagas, y el duque les ofreció a su hijo como rehén, algo que fue rechazado de plano por los alemanes, quienes no osarían negociar con la vida del hijo del duque. Ya en febrero de 1556 se firmó la Tregua de Vaucelles, que puso fin a la guerra en Italia. El resto del tiempo en Milán se afanó por llevar a cabo una serie de reformas de carácter legislativo, político y social, que redundaron beneficiosamente en el Estado. De allí partió a Nápoles. Allí se encontró con un gobierno incapaz de revertir la situación de pobreza y hambruna entre la población, así como la delincuencia que campaba a sus anchas, por lo que no dudó en pedir un préstamo a la reina de Polonia, y enviar diversas compañías españolas a combatir a los malhechores, así como a reformar las fuerzas de seguridad, corruptas de arriba a abajo. 

Otro de los problemas con los que hubo de tratar fue con el nuevo Papa. Paulo IV había ascendido a la silla de San Pedro en mayo de 1555. De familia napolitana, odiaba profundamente a los alemanes, a los que llamaba "bárbaros" y "renegados", y no era de extrañar, por tanto, sus recelos, si no animadversión, por los Austrias. La política anti española del nuevo Papa fue en aumento, desde alcanzar pactos con los franceses hasta confiscar tierras de hombres muy cercanos al ya rey Felipe II. En contra de la opinión generalizada, el duque no deseaba enfrentarse con Paulo IV, pues suponía un conflicto con su férrea fe. Pero Felipe quería que se respetaran sus derechos y apremió al duque a revertir la situación. A Alba no le tembló entonces el pulso para dar un ultimátum al Papa, y éste respondió con arrogancia inusitada que se les varía con él espada en mano. 

Ante este desafío, y siempre siguiendo instrucciones de Felipe II, Alba partió con un ejército de 12.000 hombres desde Nápoles. En poco más de dos semanas los objetivos militares que el duque se había propuesto se habían logrado y Roma se encontraba en una situación desesperada, y a instancias de los cardenales se entablaron conversaciones de paz. El 25 de septiembre, en una reunión que habría de tener lugar entre el Papa y Alba, el primero no apareció, dando rotas las negociaciones, por lo que la campaña prosiguió. El duque dio auténticas lecciones del arte de guerra en acciones como la de Tívoli, Frascati u Ostia. Pero la llegada del invierno hizo que se decretase una tregua y las fuerzas realistas se retiraran a Nápoles. La buena fe del duque no tuvo contraprestación en el Papa, quien recibió un ejército francés bajo el mando del duque de Guisa y, mediante sobornos, logró recuperar Ostia a comienzos de 1557. 

Los franceses se vieron arrastrados por el duque a sitiar Civitella, en los Abruzos, fijando allí el grueso de sus fuerzas, mientras que él avanzaría por Pescara, en la costa adriática, con una fuerza de casi 30.000 hombres. Guisa se fue hacia él con su ejército mientras dejaba una pequeña fuerza de asedio en Civitella. El duque no tuvo problemas en lograr la victoria y el 15 de mayo los franceses se retiraban. En el centro era Marco Antonio Colonna, aliado de Alba, quien derrotaba a las fuerzas papales conducidas por Giulio Orsini. El Papa, asediado por las fuerzas realistas y abandonado por sus aliados, recibió la noticia de la derrota francesa en la Batalla de San Quintín el 10 de agosto, pero siguió sin ceder, por lo que el duque se plantó ante los muros de Roma el 25 de agosto. Tras arduas negociaciones, amenazas de excomunión, y de un nuevo saqueo de Roma, el duque halló una solución diplomática que ponía fin a la guerra, demostrando una vez más sus excelentes dotes no solo militares, sino políticas. 

- De la Paz de Cateau-Cambresis a Flandes.

No podía faltar el duque en las negociaciones para alcanzar un acuerdo con Francia. A pesar de la desconfianza de Felipe II hacia su persona y las maquinaciones de Ruy Gómez, el rey entendía que no había nadie como Alba para esos menesteres. El Tratado se concluyó el 2 de abril de 1559, y supuso la paz con Francia, sellada definitivamente tras la muerte del rey Enrique II de Francia durante la celebración de un torneo de justas en París en los festejos por la paz acordada. También resulta curiosa la reunión de personajes en esos festejos que iban a tener posteriormente destinos tan dispares, como los condes de Horn y Egmont, o el príncipe de Orange. 

Paz de Cateau-Cambresis

Solventado el problema con Francia, quedaban el sempiterno Turco y la cuestión de los Países Bajos. Ésta centró la actividad política y militar del duque de Alba en los siguientes años que habrían de venir. Los Países Bajos eran un conjunto de diecisiete provincias que mantenían sus asambleas, leyes y privilegios, aunque, por la Pragmática Sanción de 1549, se convertían en una entidad única e indivisible gobernada por el hijo del emperador, esto es, por Felipe II. Desde los años 50 del siglo XVI su contribución económica a sus soberanos había ido en descenso; ésta se hacía mediante los aides, que en palabras de Maltby eran "impuestos recaudados por los Estados para fines específicos, y cada uno había de votarse por separado, y cada uno de ellos proporcionaba casi siempre ocasión para procurar arrancar nuevas concesiones políticas de la monarquía". El otro aspecto espinoso de dichos estados era la cuestión religiosa; una amalgama de cultos había florecido allí, desde luteranos, anabaptistas, hasta los más radicales calvinistas. 

Felipe II no iba, por el momento, a revertir drásticamente la situación, pero sí dejó a su hermanastra Margarita de Parma como regente, y aupó al Obispo de Arras, el cardenal Granvela, a la presidencia del Consejo de Estado. Sin entrar a profundizar sobre el origen del conflicto en los Países Bajos, la situación se empezó a escapar al control de las autoridades reales con cada intento de reforma pretendido por el rey. El duque de Alba, que se hallaba en España en el verano de 1559, seguía encontrándose con los recelos de Felipe, influido por Ruy Gómez, y no veía sus logros recompensados como él creía. El tándem formado por Ruy y Eraso le influía cada vez más negativamente, hasta el punto de que, en una ocasión, insultó gravemente a Eraso en presencia del rey, retirándose posteriormente a sus posesiones. 

El duque de Alba pasó los siguientes años condenado al ostracismo, a caballo entre la Corte y sus dominios, viendo como Eraso y Ruy movían los hilos y desautorizaban las políticas de Granvela en Flandes, a quien acusaban de ser muy laxo con los herejes y quien no podía contar en esos momentos con la protección del duque. siendo destituido de su cargo en 1564. Pero lo cierto es que las políticas de intrigas de los enemigos del duque solo habían desestabilizado el gobierno de los Países Bajos, donde aumentó la herejía y la insubordinación. Felipe comenzó a recelar ahora de Eraso, quien más tarde fue hallado culpable de corrupción y cayó en desgracia, y Ruy fue relegado a mayordomo del príncipe Carlos, así que el rey volvió a llamar al único hombre a quien podía confiar su reino. El duque llevó el peso de las negociaciones en Bayona para ver si España respaldaba a Catalina de Médicis y a su hijo Carlos IX de Francia contra los hugonotes. 

El duque no quiso alcanzar acuerdo alguno mientras Catalina se comprometiera a una lucha contra los hugonotes, quienes además tenían fuertes lazos con los protestantes en los Países Bajos. La situación fue deteriorándose más en los siguientes meses hasta el estallido de la conocida como Furia Iconoclasta, de agosto de 1566. La principal consecuencia fue el anuncio del propio rey de que viajaría a los Estados de Flandes en la primavera del siguiente año, pero finalmente, y por motivos que aún son objeto de especulación, declinó su propia decisión y resolvió enviar al duque de Alba, quien aceptó de mala gana. De manera inmediata se puso a trabajar sobre los preparativos del viaje, sin dejar nada al azar, aunque antes tuvo que ver el enésimo agravio cometido contra él, cuando su hijo Fadrique fue desterrado a Orán por haber contraído matrimonio con una dama de la Corte, en lugar de poder viajar a Flandes, como había pedido el duque. 

Tras reponerse de este revés, la ruta elegida finalmente sería determinante y abriría lo que se conocería como el Camino Español. Consideraba el duque que la ruta marítima era demasiado peligrosa y además la mayoría de las tropas se encontraban en Italia. Alba quería llevar consigo los tercios de Lombardía, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, algo menos de 10.000 soldados, entre los que se encontraban dos compañías con 300 zapadores, a los que habrían de acompañar unos 7.000 acompañantes, entre familiares, comerciantes y demás personal. Por Francia no podrían pasar, ya que el frágil equilibrio de las guerras de religión en aquel país se podría romper con la presencia de semejante ejército católico. Así que finalmente se decidió la ruta que, saliendo de Milán, atravesaba el Piamonte, Saboya, cruzando los Alpes por los pasos del Monte Cenis, para llegar a los bosques del Franco Condado, atravesarlos, y entrar en el amigo ducado de Lorena y, desde ahí, llegar a Luxemburgo y cubrir el trayecto final por el obispado de Lieja hasta llegar a Flandes. 

Más de 1.000 kilómetros de distancia y cotas de más de 2.000 metros de altitud eran algunos de los obstáculos que habría que enfrentar, amén del problema de bordear la región de Ginebra, calvinista, o ciudades libres como Besançon, o de tener que enviar embajadas diplomáticas a los distintos territorios por donde habría de pasar el ejército para evitar posibles ofensas o contratiempos de última hora. El duque envió a Juan de Acuña con los zapadores para abrir los pasos alpinos. Junto con Francisco de Ibarra, se prepararon a conciencia las etapas, donde se adelantaban algunos oficiales que iban negociando los lugares de descanso del ejército y su avituallamiento con los pueblos y ciudades por los que pasaban. De este modo partieron el 20 de junio de 1567 divididos en tres cuerpos separados por un día de marcha. La vanguardia iba gobernada por el propio duque, el centro por su hijo Hernando, y la retaguardia por Chiappino Vitelli. 

En 56 días lograron cubrir el trayecto y a mediados de agosto había entrado en Flandes. Sus relaciones con Margarita de Parma serían tensas pero cordiales, y se romperían definitiva tras la detención de los condes de Egmont y Horn, según las órdenes secretas del propio rey que traía el duque. Si bien su primer intento de dimisión no fue aceptado, el 13 de septiembre Felipe II lo consintió, tomando el poder el duque en octubre como capitán general. El duque, que estaba convencido de que solo había ido a Flandes a preparar la llegada del rey, debió emprender una serie de reformas económicas y sociales que despertaron el recelo de la nobleza. Estas reformas se especificaban en unas instrucciones secretas que traía desde España. También se afanó en licenciar a las tropas poco confiables y acuartelar a sus hombres en las ciudades clave, donde además se construyeron ciudadelas como la de Amberes, donde puso todo su empeño. 

También creó el Tribunal de los Tumultos, un tribunal especial que tenía como misión castigar a los responsables de las revueltas, pero ni mucho menos fue una decisión suya, sino que se había tomado en la Corte y formaba parte de las instrucciones que llevaba con él. La idea era descabezar la rebelión y, una vez puesto en orden aquellos estados, otorgar un perdón general que sirviera como base para la reconstrucción de una nueva relación soberano-vasallos. Desde la entrada en funcionamiento del tribunal, en 1567, hasta 1576, se ejecutaron a un total de 1.083 personas, y se desterraron a 20, como señala Maltby, concentrándose el número de ejecuciones entre 1568 y 1569. Esto, que puede parecer brutal hoy en día, era algo muy habitual en la época, no pudiendo olvidar la persecución religiosa tan horrible contra los católicos ingleses, o las atrocidades cometidas por los calvinistas. 

- El estallido de la Guerra.

El duque había apresado a algunos de los principales cabecillas de las revueltas, pero ni mucho menos se había podido hacer con la presa más cotizada. Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, se hallaba a salvo en sus dominios alemanes de Dillenburg, apoyado por su hermano Luis y los condes de Hoogstraten y de Culemburg. El duque de Alba había intervenido un cargamento de armas en unos buques en Nimega, y era sabedor de los planes del príncipe. La jugada de éste llegó en abril, cuando un ejército al cargo de su hermano Luis compuesto por 12.000 hombres entraba desde Alemania por el norte hacia Frisia, mientras que el conde de Hoogstraten lo hacía por Maastricht al frente de 3.000 soldados. 

El intento de invasión fue repelido por las fuerzas del duque de Alba; primero golpeando en Dalen el 25 de abril de 1568, cuando las fuerzas de Hoogstraten y del señor de Villiers se vieron ampliamente superadas por un contingente español con la mitad de efectivos, pero mucho más profesional y formado. El resultado fue la desaparición del cuerpo de ejército rebelde, por apenas una veintena de muertos españoles. En el norte, Luis avanzaba y había tomado el castillo el castillo de Wedde, amenazando así toda la región de Groninga. Alba envió al conde de Aremberg con su regimientos de alemanes y seis cañones, a los que se debían sumar las fuerzas del conde de Mega, con otro regimiento de alemanes bajos y las fuerzas de caballería, y el Tercio de Cerdeña de Gonzalo de Bracamonte. El resultado es de sobra conocido, en Heiligerlee, el ímpetu y la indisciplina de las tropas del  Tercio de Cerdeña 

Batalla de Heiligerlee

Antes de solventar la invasión de 1568, Alba se concentró en acabar con cualquier disidencia interna. El 28 de mayo publicó un edicto de destierro contra Guillermo y su hermano, así como otros nobles que habían escapado, y el 5 de junio  se ejecutó en el la plaza del mercado de caballo de Bruselas a los condes de Egmont y Horn. Esta acción, que la historiografía tradicional ha atribuido al duque, pero nada más lejos de la realidad; éste solo ejecutaba las órdenes del rey, demostrando un sentido de la disciplina y la obediencia absoluto. No podemos olvidar que el duque era amigo de ambos, sobre todo de Egmont. Además era miembros de la Orden del Toisón de Oro, por lo que fue Felipe quien otorgó la oportuna cédula para poder ajusticiarles. Estaba claro que el rey no entendía las particularidades de algunos de los dominios que le había dejado su padre. 

El duque, de hecho, escribió al rey el 9 de junio de 1568: "Siento gran compasión por la condesa de Egmont y la pobre gente que deja. Ruego a V.M. se apiade de ellos y les haga una merced con la cual puedan sustentarse, pues con la dote de la Condesa no tienen suficiente para alimentarse un año, y V.M me perdonará por dar mi opinión antes de que se me ordene hacerlo. La condesa es aquí considerada una santa, y es cierto que desde que su marido fue encarcelado ha habido pocas noches en que ella y sus hijas no hayan salido tapadas y descalzas a visitar muchos lugares de devoción de esta ciudad, y antes de ahora tenía muy buena fama, y V.M. no puede de ninguna manera del mundo, dada su virtud y devoción, dejar de darle algo de comer a ello y sus hijos". 

Tras esto, partió con el ejército al norte, llegando a Groninga el 15 de julio. Las fuerzas de Luis se retiraron tras varias escaramuzas a una posición que consideraba excelente para su defensa, entre los ríos Ems y Dollert, donde además los diques podían abrirse e inundar el terreno por el que se aproximaban los españoles. Pero también era un callejón sin salida si los rebeldes no podían anegar los terrenos circundantes a su posición. El resultado fue la gran victoria del duque en la Batalla de Jemmingen, donde demostró nuevamente sus grandes dotes militares. Entre 7.000 y 9.000 soldados rebeldes perecieron en la batalla, durante la persecución o ahogados en las aguas del Ems. Luis de Nassau perdió también las 16 piezas de artillería que tenía, 20 banderas, y más de 1.500 caballos. Se cuenta que el resultado de la batalla se conoció inmediatamente en Groninga y Emden cuando vieron como la corriente del río arrastraba los sombreros de los soldados rebeldes hacia el mar. 

Tras acabar con la amenaza de la invasión rebelde, el duque aprovechó un incidente al paso del ejército por la localidad de Heligerlee, para reformar el Tercio de Cerdeña. Antes de que acabase el verano su hijo Fadrique, por decisión del rey, llegó a los Países Bajos, con mando sobre dos compañías de arcabuces. El 11 de septiembre un nuevo ejército rebelde entraba en los Países Bajos, esta vez de la mano del propio Guillermo, quien llevaba consigo algo más de 20.000 infantes y unos 9.000 caballos. En Maastricht esperaba el duque con poco más de 20.000 hombres, incluyendo una fuerza de 5.000 caballos. La táctica del duque, como ya era costumbre, fue no entablar combate en inferioridad numérica a no ser que las circunstancias le fueran provechosas, sabedor de que el precario ejército de Orange, acabaría por deshacerse y que los desmanes de los alemanes que llevaba con él, le granjearían la animadversión de la población local, como así ocurrió. 

Durante más de un mes el duque se limitó a seguir los pasos de Orange, viendo como la disensión crecía en las filas rebeldes. Tras varias escaramuzas en Tongres y Saint-Truiden, donde los rebeldes salieron malparados, Guillermo comprendió que su única opción de supervivencia pasaba por unirse a las tropas hugonotas de Genlis, y para ello tenía que cruzar el río Geerte. Alba vio el movimiento y decidió enviar a lo más granado de sus arcabuceros para obstaculizar el vadeo del río. Puso en vanguardia a 600 arcabuceros del Tercio de Lombardía, 400 del de Sicilia, 500 arcabuceros valones y 6 cornetas de herreruelos, dirigidos todos por Lope de Acuña, mientras que un cuerpo central de caballos e infantes dirigido por Fadrique se encargaría de cortar el paso a los que escaparan. Guillermo también dispuso sus arcabuceros para proteger el paso, pero nada pudieron hacer contra los experimentados hombres del duque, que el 16 de octubre sorprendieron en la Acción de Jodoigne a las tropas rebeldes.

Desde ese momento, sin lo mejor de sus fuerzas, a Guillermo solo le quedó la opción de huir hacia Alemania, hostigados permanentemente por las fuerzas realistas. Finalmente, el príncipe de Orange logró cruzar a Alemania a través de la ruta francesa. La amenaza de 1568 había llegado a su fin y el duque regresaba a Bruselas donde mandó erigir una estatua al artista Jacob Jonghelink hecha con la artillería apresada en Jemmingen, donde aparecía portando una armadura y aplastando la herejía y la rebelión. Pero no todo iba a ser positivo; con la llegada del otoño la salud del duque había empeorado, teniendo que verse durante el invierno postrado en la cama; sin duda el clima de la región y la enorme presión a la que se veía sometido le pasaban factura. Otro problema, ni mucho menos baladí, fue la decisión de la reina Isabel de Inglaterra de quedarse con el dinero que transportaban cinco buques españoles y que debieron refugiarse en Plymouth perseguidos por corsarios hugonotes. En principio la reina prometió al embajador español una escolta para llevar los buques españoles hasta puerto seguro en Flandes, pero el 28 de diciembre informó a éste que se quedaría con el dinero, un total de 285.000 ducados destinados a pagar a las tropas del duque. 

Pero sin duda alguna lo que más mermó el ánimo del duque fue la decisión de Felipe de no acudir a los Países Bajos. Mucho se ha especulado sobre este cambio de opinión del rey; desde el miedo a lo que se podría encontrar, hasta el hastío que le suponían los viajes, sobre todo al extranjero. Lo cierto es que Felipe tenía demasiados problemas domésticos. Su único hijo, el príncipe Carlos, fruto del matrimonio con su primera esposa María Manuela de Portugal, presentaba claros signos de demencia, que llevaron al rey a tener que encerrarle por su propia seguridad, muriendo en julio de 1568. Su tercera esposa, Isabel de Valois, cuyo matrimonio fue consecuencia del tratado de Cateau-Cambrésis, y por la que sentía un gran amor, murió a comienzos de octubre de ese año y, para colmo, esas navidades se produjo la sublevación morisca de las Alpujarras. En tal estado de cosas, abandonar España no debía ser una tarea factible para el monarca y el duque lo sabía, agravando de esta manera su precaria salud y sumiéndole en una profunda depresión durante los siguientes meses. 

- La cuestión inglesa.

Todos estos problema estaban mermando no solo la salud del duque, sino su buen juicio. Ante la aprehensión del dinero por la reina inglesa, ordenó confiscar los bienes de los ingleses en los Países Bajos, algo que originó la confiscación de los bienes de los españoles en Inglaterra, iniciando así una guerra comercial infinitamente más perjudicial que el dinero que se pretendía quedar Isabel, como afirma Maltby. Lo cierto es que el duque recapacitaría después enviando una delegación para suavizar las relaciones con Inglaterra, algo que logró no sin esfuerzo, ya que se descubrió una conspiración de los condes de Northumberland y de Westmoreland para reinstaurar el catolicismo en Inglaterra, lo que hizo que Isabel tomase una posición de abierta desconfianza hacia el duque, a pesar de que éste no tenía nada que ver en aquel entuerto. 

Cuando las cosas parecían ponerse en buen orden con los ingleses, el Papa Paulo V, muy belicoso con la herejía, escribió en noviembre de 1569 al propio duque animándole a atacar Inglaterra desde los Países Bajos. Ni que decir tiene que Alba informó inmediatamente a Felipe II de aquel exabrupto papal, provocando un tremendo enfado en el rey, y no sin cierto sarcasmo contestó al Papa indicándole que la empresa era imposible de acometer en las circunstancias en que se encontraban los Países Bajos, con la amenaza rebelde, Francia, con las guerras religiosas, y una Inglaterra que solo debía limitarse a defender su territorio y que recibiría el apoyo de todo el protestantismo europeo. No debió parecerle satisfactoria la respuesta al Papa, ya que en febrero dictó una bula papal excomulgando a la reina Isabel por hereje. Dicha bula fue ampliamente contestada tanto por el rey de España como por el emperador Maximiliano, quienes la consideraban un disparate absoluto, llegando a prohibir su publicación en sus dominios. 

El duque no daba crédito a cómo sus esfuerzos por mantener unas normales relaciones con Inglaterra eran torpedeadas tanto por el Papa como por el embajador español en Londres, Guerau de Spes, quien propició la publicación de la bula de excomunión en la misma puerta del obispado de Londres. Alba, agotado por los constantes problemas y la mala salud, acabó concluyendo que las relaciones con Inglaterra serían más pronto que tarde imposibles, algo que comunicó al rey, quien poco a poco se fue convenciendo ante los consejos del duque y las peticiones de auxilio de católicos ingleses, escoceses e irlandeses que llegaban a la Corte. La situación de la reina de Escocia, María Estuardo, también era un elemento de preocupación para el duque y para el rey, ya que de su supervivencia prendía la chispa de una vuelta del catolicismo a Inglaterra. 

María I de Escocia. Por François Clouet

Los católicos ingleses aceleraron sus planes contra la reina, y en marzo de 1571 se plantaron en los Países Bajos para solicitar del duque 6.000 soldados para unirse a los nobles que preparaban la rebelión. Éste lo consideraba un dislate, y como tal informó al rey de ello. Pero Felipe estaba ciertamente influenciado por Ruy Gómez, y se creía con el deber de escarmentar a Isabel por romper la tradicional alianza que había existido entre sus dos reinos. La embajada de católicos ingleses se reunió con el Papa, quien dio su total aprobación y, más tarde, con el rey de España, quien el 14 de julio escribió una carta al duque ordenándole que preparase la invasión de Inglaterra. Huelga decir que Alba no daba crédito a esto; ni tenía dinero, ni flota, ni entendía un complot que, probablemente fuera ya conocido por los espías de la reina de Inglaterra, dado que guardar un secreto entre tanta gente era tarea imposible. A finales de agosto el rey envió nuevas instrucciones indicando al duque que si el plan podía ser descubierto, dejando a los católicos ingleses a merced de las tropas de Isabel, no se debía llevar a cabo. 

Desde luego, el plan era sabido por la reina, quien arrestó y ejecutó a Thomas Howard, IV duque de Norfolk, como principal instigador de los hechos en enero de 1572, y María de Escocia se vio sometida a una continua vigilancia desde ese momento. El embajador español fue expulsado, para alivio del duque, pero las relaciones con Isabel estaban totalmente descompuestas, y la reina tomó muy en serio la propuesta realizada unos meses atrás por los Nassau de organizar un ataque conjunto sobre los Países Bajos. El plan, en esencia, consistía en un ataque desde Alemania por dos ejércitos, uno bajo el mando de Guillermo y otro de Luis. Desde el sur serían los hugonotes franceses los que penetrarían en la zona de Flandes y Artois, territorios que quedarían en poder de Francia, mientras que por el Canal de la Mancha la flota inglesa desembarcaría en Holanda y Zelanda, quedando estos territorios tras la victoria sobre los españoles en poder de Inglaterra. El resto quedaría anexionado a los dominios del príncipe de Orange. 

Sin duda se trataba de una empresa muy ambiciosa y que ofrecía muchos interrogantes. Los españoles y sus aliados habían vencido al Turco en Lepanto, y las fuerzas del duque en los Países Bajos eran la élite de las tropas europeas. Además, estaba el más que posible apoyo que recibiría España del Imperio y del papado, que amenazaría todo el ataque procedente de Alemania. El plan se empezó a venir abajo a comienzos de 1572; la actitud conciliadora del duque llevó a la reina Isabel a expulsar a los corsarios holandeses de sus puertos y finalmente, ingleses y franceses firmarían el Tratado de Blois de 1572, por el que se socorrerían mutuamente en caso de invasión de alguno de ellos por parte de España, aunque Isabel se guardaba la carta de decidir si intervendría en caso de que la invasión se produjese contra Francia, ya que no confiaba en las posibilidades de presión de los hugonotes, algo que quedaría constatado tras la Matanza de San Bartolomé en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572, donde Carlos IX ordenó matar a los cabecillas hugonotes a excepción de Enrique de Navarra y de Enrique de Borbón, príncipe de Condé, qiuenes fueron obligados a convertirse al catolicismo. Aquella purga se cobró solo en París la vida de más de 3.000 personas.

-Los últimos tiempos en los Países Bajos.

Los problemas con Inglaterra o Francia no eran los únicos que debía afrontar el duque en aquellos tiempos. No se debe olvidar que su principal misión, además de sofocar la rebelión en los Países Bajos, era la de emprender las reformas necesarias que garantizasen un sistema fiscal acorde a otros territorios de la Monarquía. Lo primero se había logrado, sin que pareciese que la población se viese demasiado afectada, más allá del impacto que causó el ajusticiamiento de los condes de Egmont y Horn. También se había afanado el duque en dotar de unas leyes adecuadas a los Países Bajos, y fruto de ello fue la publicación de la Ordenanza de Derecho Penal de octubre de 1570, que dotaba, en palabras de Maltby, de "protección contra decisiones arbitrarias y garantías procesales para los derechos de los individuos". De igual manera, impulsó la reforma de la organización de la Iglesia en los Países Bajos, algo que se había estancado durante largo tiempo. En general, el duque, junto a un amplio grupo de juristas y eclesiásticos, llevaron a cabo una serie de necesarias reformas que contribuyeron a suavizar, que no olvidar, la idea de la dureza con la que había reprimido la rebelión. 

Pero iba a ser la cuestión fiscal la que iba a desatar el conflicto. Como ya se ha dicho, las contribuciones, aides, se llevaban a cabo de manera independiente y para ocasiones especiales, lo cual dejaba las arcas en una situación muy precaria. Era necesario aumentar las rentas percibidas por la Corona y el duque se puso a ello mediante las confiscaciones de los rebeldes, que aumentaron de los 75.485 florines anuales en 1567 a 242.957 en 1571, según indica Jan Craeybeckx. De igual manera acabó con la especulación de la moneda, tan extendida en aquellos territorios, y tomó el control del establecimiento de los seguros marítimos. Por otra parte su Consejo de Hacienda presentó un plan en 1568 para implementar un impuesto del 1% sobre toda propiedad, y posteriormente implantó la alcabala, un impuesto que gravaba el comercio en un 10%, y otro impuesto que gravaba con el 5% cualquier venta de bienes inmuebles, principalmente impulsado para que la carga fiscal recayera también en los ricos, y no solo en los pobres, como se acostumbraba en la época. 

Éste es sin duda un aspecto desconocido del duque, su preocupación de que los pobres no cargaran en exclusiva con las exigencias impositivas que la Corona requería. De hecho, descartó un impuesto sobre bodas y bautizos presentado por el tesorero Schetz, por esta cuestión. Negoció durante meses con los estados obteniendo al fin el compromiso de recaudar la suma de un millón de florines anuales durante los siguientes seis años a partir de 1570, pudiendo implantarse una alcabala del 1% tras este periodo en caso de conflicto, lo que significó todo un triunfo de su política, o al menos eso creía, pues como se vería más adelante las provincias no estaban, ni de lejos, interesadas en cumplir con los acuerdos alcanzados. Para comienzos de 1571 la necesidad de recaudar dinero era acuciante, pues se debían más de cuatro millones de florines a los soldados, y los banqueros evitaban concesiones de préstamos en esas circunstancias. Los consejeros se enfrentaban abiertamente a sus decisiones fiscales y los rumores de su sustitución al frente del gobierno de los Países Bajos no hacían sino empeorar la situación. 

Felipe II, consciente de que la situación se le escapaba al duque de las manos por momentos, anunció a finales de septiembre de 1571 la designación del duque de Medinaceli, Juan de la Cerda, como nuevo gobernador de los Países Bajos, que no llegaría a Bruselas hasta junio de 1572. Para esa época, era evidente que la población no quería a Alba allí, situación agravada por las constantes incursiones de los Mendigos del Mar, que hicieron estragos en el comercio marítimo de la región, baste como ejemplo la práctica paralización del puerto de Amberes a comienzos de 1572. Esto quedó remitido gracias a, como se ha dicho, la expulsión de los Mendigos de los puertos ingleses como consecuencia de las negociaciones del duque con la reina Isabel. Pero las consecuencias de aquella acción tendrían un resultado mucho más complejo del que ni el duque, ni el rey, podrían imaginar. 

Los Mendigos, capitaneados por Guillermo de la Marck, entraron remontando el río Mosa en el puerto de Brielle, en la Holanda meridional, con sus 24 buques y poco más de 200 hombres el 1 de abril, y la población huyó atemorizada. Aún hoy no se entiende cómo no se pudo rechazar a una tan reducida y mal equipada fuerza, pero ésta acabó tomando la ciudad, quemando las iglesias y torturando a los católicos que encontraron. El duque envió al conde de Bossu a retomar la ciudad, pero su pequeña flota fue derrotada, no quedándole más remedio que regresar a Rotterdam. Esta acción menor desencadenó una serie de adhesiones a la causa rebelde, sobre todo cuando cinco días después tomaron la ciudad de Flesinga, y posteriormente las villas de Dordrecht y Gorcum, comenzando de esta manera con una revuelta que ya no podría ser controlada. 

Captura de Brielle

Bibliografía: 

-El Gran Duque de Alba (William S. Maltby)

-España y la Rebelión de Flandes (Geoffrey Parker)

-El Ejército de Flandes y el Camino Español (Geoffrey Parker)

-Las Campañas del duque de Alba. Los Países Bajos (Rubén Sáez Abad)

-La Europa Dividida (John H. Elliot)




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