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Los Tercios: El Reclutamiento


Desde su creación, oficialmente con las Ordenanzas de Génova de 1536, hasta mediados del siglo XVII, los Tercios fueron sin duda las mejores unidades de combate de Europa. Su versatilidad, su alta preparación, sus experimentados mandos, y su permanente disposición para el combate, los convirtieron en el terror de los enemigos de la Monarquía Española. 

Los tercios estaban formados por soldados de las diferentes naciones gobernados por el rey de España, y entre todas ellas destacaban los soldados de España. No era de extrañar que los mandos hispanos los prefirieran para las operaciones más peligrosas y complejas. El Gran Duque de Alba no dudaba en alabar a sus infantes españoles, por ejemplo, en la campaña contra la Liga de Esmalcalda, el duque le confesó al embajador francés que prefería acometer las "acciones" con soldados españoles, llevando a los alemanes tan solo para "hacer número". El propio monarca Felipe II reflexionaba, a propósito de la campaña de 1576 en Flandes, que eran los españoles los mejores para "campear", siendo los soldados de más valía de cuantas naciones había. 

El caballero francés Pierre de Bourdielle, señor de Brantôme, quien combatió contra los tercios españoles y también a su lado, como por ejemplo en la reconquista del Peñón de Vélez de la Gomera, en 1564, o en el Gran Sitio de Malta de 1565, fue un gran admirador de los infantes españoles, trabando con algunos de ellos gran amistad. Fue Brantôme quien usó el término "rodomontada" para aludir a las bravuconadas y la jactancia de la que hacían gala los soldados de la nación española, quienes mostraban más valor, arrojo y arrogancia que ningún otro soldado conocido. Por ejemplo, Brantôme destacaba que en el socorro de Malta, tras preguntar a un infante español por cuán numeroso era el socorro conducido por García de Toledo, éste le respondió: "yo le diré; hay tres mil italianos, tres mil tudescos, y seis mil soldados". 

Pero, cómo se realizaba la recluta de estos españoles llamados a convertirse en los soldados más reputados de toda Europa. El proceso de reclutamiento comenzaba mediante las Órdenes Reales emanadas del Consejo de Guerra, en las cuáles se decretaba la necesidad de reclutar hombres para el ejército hispánico, los territorios en los que se procedía a realizar la recluta, el número de hombres por territorio y el total de las compañías que se iban a formar. La recluta de hombres para una compañía la realizaban los capitanes, a los que se entregaba un documento procedente de la autoridad real llamado "patente" por la cual eran nombrados capitanes, y otro documento llamado "conducta", que era el que le autorizaba a reclutar hombres en un determinado lugar. 

Los capitanes eran elegidos por el Consejo de Guerra de entre los más destacados militares. Para ello debían presentar el "memorial", que, como Juan Víctor Carboneras destaca en su obra España mi natura; vida, honor y gloria en los tercios, estaba constituida por la hoja de servicios, la fe de oficios, y las cartas de recomendación, si es que las había. Una vez elegido el capitán de entre los diversos candidatos, éste debía, a su vez, elegir a su alférez, sargento, cabos, tambor y pífanos, y, todos juntos, se desplazaban a la localidad donde se iba a proceder a levantar la compañía. 

El alférez iba en primer lugar, ya que era el encargado de enarbolar la bandera de la compañía. Su confección se dejaba a la discrecionalidad del propio capitán, pero siempre usando el aspa de Borgoña o cruz de San Andrés en color rojo, por ser el color de los reyes de España. Detrás del alférez iban el resto de oficiales con el tambor y pífanos marcando el paso. Una vez llegados al lugar señalado, el capitán se encargaba de hablar con el corregidor de la villa o sus administradores para informarle del reclutamiento que allí iba a tener lugar.

En este sentido no faltaba tampoco la conocida picaresca española. Una vez llegados a la villa o ciudad donde se iba a proceder a la recluta, los oficiales del capitán, vestidos por supuesto con sus mejores galas y haciendo todo tipo de ostentaciones y alardes, se distribuían principalmente por las tabernas y lugares donde se juntaban los paisanos, cantando las alabanzas de la vida del soldado español, describiendo los maravillosos lugares que se visitaban, las hermosas mujeres que se conocían, y las fortunas que se podían ganar. Pero sobre todo de lo que más se presumía era de la honra que se podía ganar como soldado del rey. 

Recluta de hombres

En la España del siglo XVI si un joven quería aspirar a labrarse un porvenir no tenía más opción que enrolarse en la milicia. En los pueblos el trabajo era escaso y duro, por lo que alistarse ofrecía posibilidades inimaginables para un mozo español. Esto se unía a la cultura guerrera imperante en España, nación que durante ocho siglos guerreó prácticamente sin descanso para expulsar al invasor musulmán. Ese largo proceso que fue la reconquista, sin duda marcó el carácter del pueblo español, acostumbrado a la guerra, las penurias y el sacrificio.

En el punto de reclutamiento se presentaban, pues, los jóvenes en busca de aventuras, fama y una vida mejor. Los encargados del alistamiento recogían los datos de los voluntarios, ya que los que se presentaban a la recluta lo hacían por propia voluntad, teniendo prohibido los capitanes usar la coerción para tal propósito. Acto seguido se le entregaba al recién alistado una prima de enganche, es decir, una primera paga que tenía como propósito hacer más atractiva la recluta, además de conseguir que el nuevo soldado se pertrechase adecuadamente para el combate. Con el paso de los años, y ante la falta de dineros, prebendas como alojamiento gratis, ropa limpia o incluso la primera paga, se veían retrasadas sine die hasta la consecución de los fondos necesarios. 

Tras el reclutamiento venía la revisión por parte de un comisario nombrado por el Consejo de Guerra, cuya tarea consistía en asegurarse de que los hombres se alistaban voluntariamente, aceptar o rechazar al soldado en función de sus cualidades, o controlar el buen comportamiento de éstos en los alojamientos que se les proporcionaba. El nuevo soldado, o bisoño, debía tener 18 años, aunque en épocas de malas cosechas muchos mentían sobre su edad ya que el hambre acuciaba. También había de controlarse las deserciones, muy dadas entre los pícaros que se alistaban para cobrar la primera paga y fugarse rápidamente de la localidad. El término bisoño proviene de la palabra italiana bisogno, cuyo significado era necesitar. Éste era el verbo que los nuevos reclutas aprendían primero para tratar de conseguir alimentos.

Castilla era, sin duda, la que más soldados aportaba. Ciudades como Madrid, Burgos, Valladolid o Sevilla, eran grandes centros de reclutamiento. En Aragón o Navarra, los capitanes se dirigían directamente a la capital del reino, ya que sus labores de recluta estaba supervisadas por el virrey o por una figura designada por éste. La llegada del capitán y sus hombres era todo un acontecimiento en la España del XVI. Con el paso del tiempo, sobre todo a partir del siglo XVII, el alistamiento en España se iba a convertir en un serio problema para la Corona; faltaban hombres. Si durante buena parte del reinado de Felipe II se lograban reclutar una media anual de 9.000 soldados, a comienzos del reinado de su hijo esta cifra se verá reducida a poco más de 5.000 hombres, siendo a veces menor. 

Por norma general se le pedía a los capitanes la recluta de 250 hombres, cifra máxima de soldados que debía tener una compañía, pero rara vez se conseguía, De hecho, muchas compañías, sobre todo a partir del siglo XVII, iban a estar formadas por poco más de un centenar de hombres, como así se va a destacar en una orden emitida por el Consejo de Guerra en 1624. El problema de reclutar soldados en España iba en aumento debido a la crisis demográfica, al éxodo de españoles que querían embarcar hacia las Indias, y al poco interés que la nobleza estaba mostrando por la milicia, oficio que empezó a considerarse por aquel entonces una escapatoria para los más necesitados, en lugar de una herramienta de ascenso social, como había sido a lo largo del siglo anterior. 

Con las Ordenanzas Militares de 1632, el conde duque de Olivares intentó combatir esta ausencia de motivación tratando de atraer a la nobleza a la carrera de las armas. Sirva como ejemplo la petición del propio monarca en 1635 a Pedro Álvarez de Toledo y Leyva, marqués de Mancera, para que levantara un tercio con 1.200 hombres en Galicia cuyo destino sería Flandes. También trató de solventar la falta de hombres y el agotamiento de Castilla, sobre quien descasaba la mayor parte del peso de la Monarquía Hispánica, mediante la conocida como Unión de Armas, por la que se pretendía obtener una fuerza de 140.000 soldados sacados de los territorios de Aragón, Portugal, Valencia, Mallorca, Cataluña, Nápoles, Sicilia, Flandes y Milán, además, lógicamente, de Castilla, quien llevaría el peso de la recluta. 

Escena de una recluta típica de la Guerra de los Treinta Años

En el ejército de la Monarquía Española eran bien recibidos cuantos hombres quisieran incorporarse, sin importar las naciones a las que pertenecía. Si bien es cierto que es el infante español el más codiciado por ser tenido como el de más valía en el combate, no obstante los españoles ocupaban siempre el lugar de privilegio, y de mayor peligro también, en el campo de batalla. Le seguían los italianos y los valones, a los que se tenia en gran estima aunque, como señalaban los generales hispánicos, siempre que no peleasen en su territorio, pues de esa forma los soldados eran más dados a las deserciones. 

Como ya se ha señalado, una vez que el reclutamiento había terminado, un comisario era el encargado de controlar el buen término de las compañías. Cada comisario, nombrado por el Consejo de Guerra, se hacía cargo de tres o cuatro compañías y las llevaba hasta su embarcadero. Se pasaba revista junto con las autoridades civiles, y se partía hasta su destino. Las rutas estaba previamente establecidas y el viaje diario no solía exceder de 20 kilómetros. Una vez llegados a su destino final se volvía a pasar revista, al objeto de comprobar que no hubiera deserciones y que todos los soldados llegaban en condiciones óptimas. 

Hasta la entrada en guerra con Francia, en 1635, los soldados reclutados en España se solían embarcar en los puertos de Barcelona, Cartagena, Málaga, Cádiz, La Coruña, San Sebastián, o Lisboa, desde su anexión en 1580 por ser Felipe II heredero al trono de Portugal. Desde allí partirían hacia los escenarios bélicos en los que fueran necesarios: Italia, Flandes, América o el norte de África, donde comenzarían su aventura en busca de fama, gloria, dinero y honra. 

Bibliografía: 

-España mi natura: vida, honor y gloria en lo tercios (Juan Víctor Carboneras)

-Tercios de España, la infantería legendaria (Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca)

-Tercios (René Quatrefages)

Infantes españoles en Rocroi. Detalle del cuadro de Ferrer-Dalmau





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