Tras la brillante victoria obtenida en Nördlingen por los católicos sobre las fuerzas sueco-bernardinas, sustentada principalmente en el ejército hispánico del Cardenal Infante, don Fernando de Austria, los Habsburgo parecían a controlar la situación en el Imperio, lo que provocó la entrada de Francia en la Guerra de los Treinta Años pocos meses después.
De manera sorpresiva y arguyendo banales justificaciones, Luis XIII y su todopoderoso ministro, el cardenal Richelieu, se lanzaron al ataque contra los Países Bajos españoles en la primavera de 1635, uniendo sus fuerzas a las de los holandeses de Federico Enrique de Orange, derrotando a las fuerzas hispánicas en Les Avins y tomando salvajemente la ciudad de Tirlemont para finalmente poner bajo asedio a Lovaina. Finalmente la incursión pudo ser rechazada con la ayuda de un ejército imperial conducido por Octavio Piccolomini, la tenaz resistencia de los defensores de la ciudad, y el constante acoso de los hombres del Cardenal Infante, quien además había dado el visto bueno a una arriesgada operación para tomar el inexpugnable fuerte de Schenkenschanz, o Esquenque, como así lo conocían los españoles.
La toma de Schenkenschanz, en julio de 1635, bastó para que los holandeses se desentendieran del ejército francés y se centrasen en la recuperación de la que consideraban su plaza más emblemática e importante. Sin apoyos, los mariscales Brezé y Coligny evacuaron a los restos de su maltrecho ejército, que lograba regresar a Francia habiéndose dejado por el camino más de 22.000 hombres, 240 banderas y estandartes, y todo su tren de artillería, municiones y suministros. Tras el estrepitoso fracaso del estreno francés en la guerra, al que se sumaba la pérdida de las islas Lérins, frente a las costas de Cannes, el año de 1636 comenzaría con la terrible noticia de la pérdida del fuerte de Esquenque, en el que Federico Enrique y su primo, Juan Mauricio de Nassau, se habían jugado la hacienda y la reputación de las Provincias Unidas.